A la memoria de C. Wright Mills quien dio su vida por la verdad.
Ricardo Alarcón de Quesada: “Los medios pueden manipular la realidad, pero no son capaces de crearla”.
Ricardo Alarcón de Quesada
En 1960 cuando la Administración Eisenhower desplegaba su hostilidad contra la Revolución Cubana, C. Wright Mills publicó un texto que alcanzó envidiable difusión, Listen Yankee. El gran sociólogo norteamericano escribió entonces que había dos Cubas: la nuestra, la real, la de los cubanos y aquella que otros fabrican con prejuicios alimentados por el engaño y la distorsión de los medios de comunicación.
El recuerdo de Mills me acompaña tercamente hace varias semanas. Desde que se produjo un pintoresco alboroto, a la vez divertido y triste, cuando varios medios internacionales difundieron un video de poco más de cuatro minutos, habilidosamente editado, acerca de la reunión de dos horas, seis minutos y treinta segundos que sostuve en enero con los estudiantes de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI).
Divertido, porque en esa reunión participaron unos 10 mil estudiantes que saben la verdad y aprendieron además una lección de inestimable valor: ahora saben igualmente para qué sirven ciertos conglomerados de la información. Triste, porque de la manipulación se hicieron eco
también otros que se consideran periodistas serios, ninguno de los cuales se tomó el trabajo de acudir a la fuente original. Todos, sin excepción, silenciaron más de dos horas de discusión y repitieron con idéntica obediencia, como loros bien entrenados, el libreto dictado por la BBC y la CNN. Por cierto, reuniones como la de la UCI serán novedad para ellos, pero no para mí que sólo en ese mes tuve otros tres encuentros semejantes con universitarios cubanos, de los cuales, como supondrá el avisado lector, hay incontables testigos. Encuentros en los que, sin excepción, incluyendo el de la UCI, se habló libremente, con franqueza natural a la que estamos habituados en la Cuba real y en la que los jóvenes reafirmaron su adhesión al socialismo.
Pensé en Mills cuando el domingo 24 de febrero al concluir la sesión del Parlamento cubano una periodista europea me expresó su sorpresa pues, según ella, las decisiones que acabábamos de tomar no correspondían con lo que se suponía debía ocurrir. No entendía que "un desconocido" como Machado Ventura pudiera ser elegido Primer Vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros y tampoco comprendía que yo hubiese sido reelecto Presidente de la Asamblea contradiciendo ciertas especulaciones mediáticas. Con la
mayor dulzura posible le respondí que los medios pueden manipular la realidad, pero no son capaces de crearla.
Lo que sucedió en La Habana ese día fue la culminación de un ejercicio democrático que había empezado en el verano del año pasado y que hemos realizado, dicho sea de paso, cada 30 meses desde 1976.
El primer paso fue la colocación en todos los barrios, en los lugares más visibles, para que todos pudieran verlas, las listas provisionales de electores. Ahí permanecieron varias semanas, sometidas al escrutinio público, al control popular. Así se podía corregir cualquier error, agregar o suprimir según el caso, para luego, volver a colocar, en los mismos sitios de fácil y cotidiano acceso, la lista casi definitiva. Casi, porque en vísperas de la elección alguien puede fallecer, o arribar a la edad electoral -16 años- o haber cambiado su lugar de residencia (obviamente son pocos pero también son tomados en cuenta). Porque en Cuba los derechos civiles y políticos se adquieren por nacimiento como algo natural, gratuito y universal, al igual que los cubanos nacen y viven toda la vida con el derecho a la salud y a la educación, sin pago ni requisito especial alguno.
El segundo paso fueron decenas de miles de reuniones públicas y abiertas en todo el país en las que esos mismos ciudadanos postularon y eligieron a quien les pareció mejor para que fuera su candidato o candidata para que los representase en la respectiva Asamblea Municipal. Ninguno de esos candidatos había sido promovido por un aparato electoral, ninguno hizo campaña para ganar el favor de los electores, no corrió el dinero ni la demagogia, simplemente la gente decidió entre los que ella misma había propuesto directamente. Ninguno tampoco recibe sueldo o beneficio alguno por el desempeño de su función.
El 21 de octubre se realizaron los comicios para elegir los 15,236 delegados municipales. El siguiente domingo hubo una segunda vuelta en aquellas circunscripciones donde ningún candidato había alcanzado la mayoría absoluta. El voto es, por supuesto, secreto. Pero el conteo de las boletas siempre tiene que ser abierto al público incluyendo a periodistas o visitantes extranjeros. Los resultados completos del escrutinio son ubicados en lugares visibles, para general conocimiento, en cada uno de los más de 30 mil centros de votación en todo el país.
Este último dato no carece de importancia. En Cuba el voto no es obligatorio, pero es un derecho que cada ciudadano adquiere automáticamente y si desea ejercerlo puede hacerlo con gran facilidad muy cerca de donde resida.
Una vez constituidas las Asambleas Municipales se dieron a la tarea de seleccionar a quienes habrían de ser sus candidatos a las Asambleas Provinciales y a la Asamblea Nacional. Los precandidatos habían sido postulados por los delegados que acababan de ser elegidos del modo
antes descrito y por las organizaciones sociales (sindicatos obreros, organizaciones estudiantiles, campesinas, de mujeres, de vecinos, que integran las comisiones de candidaturas). Cada Asamblea Municipal discutió y aprobó, uno a uno, los candidatos que sometería al voto popular.
Después de sostener miles de encuentros y reuniones con los electores (como los que mencioné más arriba) efectuamos las elecciones nacionales el pasado 20 de enero en las que se aplicaron procedimientos semejantes a los comicios anteriores incluyendo la publicación detallada de todos sus resultados.
Desde esa fecha, otra vez, miles de consultas y discusiones, con todos los diputados recién electos, desembocaron en las candidaturas presentadas a la sesión del pasado 24 de febrero. Para nosotros no hubo sorpresas porque todos participamos en la conformación de las propuestas que reflejaron el más amplio consenso como se demostraría en la votación.
Tampoco nos sorprendió el desconcierto de algunos autotitulados analistas y expertos en Cuba. Su especialidad se contrae a fabricar una Cuba imaginaria y a imponérsela a audiencias cautivas de los grandes consorcios manipuladores de la información. Es comprensible que a fuerza de inventar mentiras y tonterías y de repetirlas sin pausa, lleguen a creérselas.
Una nueva etapa
El 24 de febrero triunfó la unidad de los patriotas, de las varias generaciones actualmente activas en la sociedad cubana. Lo hicimos desafiando además la insólita amenaza de George W. Bush, irresponsable y belicoso personaje, quien había proclamado que no aceptaría un
gobierno presidido por Raúl Castro y que actuaría "ágil y decisivamente" para impedir su instalación.
La arrogancia imperial no tiene límites. Desde 1996 se concreta en un engendro antijurídico conocido como Ley Helms-Burton plenamente en vigor, que regula al detalle el régimen que imperaría en la Isla después que Washington consiguiera realizar sus propósitos. Cuba dejaría de existir como nación independiente y su pueblo sería aplastado bajo una servidumbre insoportable. Está escrito con todas las letras: el bloqueo económico, comercial y financiero, que dura ya casi medio siglo, no cesaría ni siquiera después que dejase de existir el Gobierno revolucionario, continuaría hasta que les fuesen devueltas a los antiguos dueños las propiedades nacionalizadas por la Revolución y entregadas al pueblo, incluyendo sus viviendas.
Los cubanos conocen perfectamente la Helms-Burton, pues su texto íntegro, sin cambiarle ni una coma, ha sido publicado aquí en sucesivas ediciones y ha sido objeto de análisis en numerosas reuniones públicas. Del mismo modo hemos procedido con los dos planes que el señor Bush ha aprobado para intensificar la guerra económica y para precisar puntillosamente cómo se propone llevar a la práctica los siniestros designios de dicha Ley. Saben que la derrota de la Revolución significaría el fin de la independencia nacional, la pérdida absoluta de todos los logros alcanzados en educación, salud, cultura y seguridad social y el regreso del hambre, la miseria, los desalojos campesinos, los desahucios y la indigencia.
No se trata de retórica. Lo acaba de recordar desde Miami, el pasado 22 de febrero, el señor Nicolás Gutiérrez, uno de los redactores de la Helms-Burton, principal dirigente de la Asociación de antiguos terratenientes en el exilio y organizador de centenares de expropietarios que se alistan para tomar por asalto la sociedad cubana y apoderarse de todo con el auxilio de las bayonetas del ejército norteamericano que, en sus sueños delirantes, volvería a ocupar este país.
Según el señor Gutiérrez, su labor ha recibido un gran estímulo desde que Fidel delegó sus responsabilidades en julio de 2006 y hoy maneja un total de reclamaciones cuyo valor calcula en 200,000 millones de dólares. Esta cifra es el doble de la estimación del propio Departamento de Estado cuando antes de su aprobación por Clinton, expresó objeciones a la Ley precisamente porque consideraba la mitad del actual monto una enormidad que provocaría un conflicto eterno.
La amenaza que pesa sobre Cuba es muy grave. El pueblo cubano enfrenta el genocidio más prolongado de la historia y que nadie tiene derecho a ignorar. Informes oficiales norteamericanos, recientemente desclasificados, revelan que desde 1959 la política norteamericana consistía en "causar hambre y sufrimiento" al pueblo cubano como único medio para doblegarlo y castigarlo por "apoyar a Castro": contra él se practica el genocidio desde hace medio siglo para despojarlo de sus derechos democráticos.
En el exterior los monopolios de la desinformación engañan a muchos y se afanan, con la mentira y la falsificación de los hechos, por debilitar la solidaridad que el pueblo cubano necesita y merece. Al infame juego se prestan algunos gobiernos y políticos carentes de entereza, sumisos a la voz de mando del gran genocida.
Pero no engañan a los cubanos. Imaginaban que podrían dividirnos con su sarta de especulaciones baratas, que serían capaces de separarnos entre veteranos y jóvenes, entre "conservadores" y "reformistas". Les demostramos que todos somos uno.
Elegimos Presidente a Raúl Castro quien se había ganado esa autoridad luchando desde la adolescencia hasta convertirse en el Segundo Jefe de la Revolución desde los días de la guerrilla antibatistiana. Dimos nuestro voto como Primer Vicepresidente a José Ramón Machado Ventura, un revolucionario de toda la vida cuyo sentido del humor le permite disfrutar de la etiqueta de "conservador" que le endilgan ciertos medios.
Acordamos proceder en el curso de este año a una reestructuración integral de la Administración Central del Estado con vistas a erradicar trabas burocráticas, simplificarla y hacerla más eficiente.
Aprobamos la solicitud de Raúl de seguir consultándole a Fidel sobre las principales cuestiones del país como fue el caso, por cierto, con las decisiones de esta sesión de la Asamblea.
Una Asamblea la mayoría de cuyos miembros no habían nacido o eran niños cuando triunfó la Revolución, en la que está representada el conjunto de la sociedad cubana incluyendo personalidades cristianas y seguidores de la religión yoruba. Unidos en la voluntad común de preservar la independencia de una Patria en la que florezca la igualdad y la solidaridad.
Habíamos ofrecido una pista que descifraba cualquier duda cuando anunciamos que la sesión de la Asamblea tendría lugar el 24 de febrero.
Ese día marca la fecha de 1895 cuando iniciamos la última etapa en la larga guerra por la independencia frente a España. La convocó José Martí llamando a la unión entre los viejos combatientes que habían peleado por varias décadas y los jóvenes recién salidos de las aulas.
Otra vez nos levantamos juntos, "los pinos viejos y los pinos nuevos", según la metáfora martiana, para asegurar la continuidad de la Revolución, para renovar y fortalecer su institucionalidad, para cambiar todo lo que haya que cambiar, siempre sobre la base del consenso más amplio y firme, para salvar la Patria y perfeccionar el socialismo.
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