León Bendesky
Está ya en la arena la propuesta gubernamental de reforma energética, centrada en los cambios de la operación de Pemex. Tal propuesta debería necesariamente y de modo civilizado situarse en el debate político, económico y técnico que le corresponde. Para que ello ocurra tendrán que crearse las condiciones propicias para que alcance alguna legitimidad que vaya más allá de los acuerdos entre cúpulas de las fracciones partidarias en el Congreso. Ese entorno hoy no existe.
Felipe Calderón ofreció un debate abierto en torno de la reforma. Debería cumplir de manera cabal esa oferta. No basta una aparición televisiva en la que se pintó un escenario idílico proveniente de la reforma. Tampoco es suficiente reunirse a alto nivel con empresarios para decir que las medidas propuestas serán una panacea para los males del país. Gobernar requiere de convencer y en la democracia deberían caber los más posibles: este gobierno tiene ahí un gran déficit.
Durante muchas semanas se han vertido todo tipo de puntos de vista sobre la reforma y, como es costumbre, se ha manipulado la información y acomodado de modo conveniente para el poder las posturas que están encontradas.
Ahora, con la propuesta en mano, sigue habiendo una cuestión que debe aclararse lo más que se pueda, a saber: si esta reforma es la que conviene a Pemex, al conjunto de la sociedad y de la economía, y si con ella se podrá sentar alguna base para un mayor bienestar general.
Se trata, pues, de argumentar de modo convincente si de esta reforma se podrá derivar una mejor gestión de los recursos de hidrocarburos, que son propiedad de la nación hasta que no hay una nueva noticia. Y, aun más, se trata de plantear si con ella se podrá armar una política energética coherente. Esa política hoy no existe, está ausente desde hace décadas y los gobiernos del PAN no han significado cambio alguno en esa materia, al contrario. Ése sería un contexto más sólido para plantear la reforma en la que el gobierno ha empeñado la viabilidad de su mandato.
De la reforma enviada al Congreso no se desprende que se mejore la gestión de los hidrocarburos de manera que se refuerce a Pemex como empresa paraestatal que administra recursos naturales de enorme importancia que no son renovables. No se advierte que los rendimientos financieros sean los más altos posibles para el gobierno; no se argumenta la manera en que se contribuya a articular una política industrial ni el abasto suficiente de gas, gasolinas y productos petroquímicos, o sea, no se apuntala con ella una mayor productividad del sistema económico. Tampoco se sostiene técnicamente cómo van a satisfacerse los requerimientos fiscales que siguen siendo el agujero de las finanzas públicas. Al respecto, y para apuntalar los argumentos y las opiniones e ir centrando la disputa que se ha abierto, conviene leer el artículo de David Ibarra, publicado en el número 13 de la revista Economía UNAM (enero-abril de 2008).
La reforma parece una reacción tardía y apresurada ante la crisis en que la política pública ha sumido a Pemex y de la pésima gestión energética y fiscal practicada en el país. Más que el inicio de una solución integral del problema, más bien parece una forma de darle la vuelta a ese entuerto privatizando en efecto la industria petrolera por partes y mediante artificios legales.
De paso, se cree estar en el lado políticamente correcto, es decir, el de los intereses privados. Esto último indica el nuevo desfase y el atraso conceptual e ideológico que exhiben los políticos mexicanos y en este caso especialmente con respecto a la gestión pública de la industria petrolera.
La presentación de la propuesta que hizo Calderón en la televisión el pasado 8 de abril recuerda la ocasión en que el entusiasmo neoliberal de Carlos Salinas lo llevó a cantar el himno nacional, también en ese medio, cuando se firmó el TLCAN. Un nuevo espejismo. En aquel caso, el libre comercio con Estados Unidos se diseñó para generar inversiones especialmente para la exportación de mercancías, en eso ha sido exitoso. Pero no estaba ligado a las condiciones que asentarían el crecimiento sostenido del producto y del empleo, menos aún para abatir los niveles de pobreza de casi la mitad de la población. No deben, pues, sorprender los resultados pobres en ese terreno.
La reforma de Calderón, tal como está planteada abrirá, sin duda, amplios espacios para los negocios, pero es insostenible que de ella se derive el escenario de jauja que quiere proponer, además del neopopulismo de los bonos petroleros. Salinas y Calderón –y entre ellos, Zedillo y Fox– aprovechan una deficiencia cultural, que es la desmemoria, es decir, la pérdida de referentes históricos, condición a la que han contribuido decisivamente.
Se opta, otra vez, por reformas, parciales, llenas de compromisos, como la actual, según muestra, por ejemplo, el tratamiento del tema laboral y el desconocimiento de la corrupción prevaleciente. No se asume un liderazgo político para ir creando los consensos básicos que movilicen a la nación, lo que es una premisa de cualquier proyecto de desarrollo moderno. Sin eso es difícil que haya alguna posibilidad de superar el escenario de las ilusiones perdidas que se ha apoderado de esta sociedad. Todo esto es un material precioso que Balzac aprovecharía para otra gran novela.
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