Cursábamos la primaria y de cuando en cuando nos íbamos de pinta, creo que con la complicidad de la maestra, que encontraba en nuestra ausencia una razón para el descansado alivio.
Una de nuestras diversiones era buscar en los árboles panales de bitachis. El bitachi es un tipo de avispa particularmente veloz. Es como una hormiga voladora de forma aerodinámica, cuyo aguijón produce una roncha muy dolorosa, que aliviábamos ligeramente con un poco de lodo. La diversión era muy simple, consistía en apedrear el panal de bitachis y salir corriendo con la esperanza puesta en nuestras piernas, y el miedo en medio de ellas, a manera de efectivo propulsor. Perdía el juego quien terminaba con más ronchas, afortunadamente no hubo entre nosotros un niño Ugalde encargado de contarlas, así que nunca hubo discrepancias respecto al ganador y el perdedor.
Uno de nuestros recorridos favoritos era la calle donde estaban las casas “de los ricos”. Nos daba la ventaja adicional de que, a veces, nos encontrábamos en la basura algún balón ponchado o algún carrito con tres llantas, a los cuales exprimíamos el jugo que dejaban sus primeros dueños. Nuestro recorrido llegaba hasta una casa que tenía siempre un policía afuera. Era el domicilio del presidente municipal de ese ranchote pavimentado que era el Cajeme de entonces. A esa casa no le trepábamos los árboles, ni urgábamos en la basura, por la simple razón de que al policía, vestido de tamarindo, le teníamos más miedo que a los bitachis. La presencia permanente de ese policía, fue nuestra inicial noción de la seguridad nacional. Asi supimos que hay personas, como en este caso el alcalde, que tienen trabajos que ameritan que su domicilio, su familia y su integridad física cuenten con la protección del Estado.
Esta larga introducción viene a cuento de los recientes asesinatos de jefes policiales federales, tres en una semana, quienes fueron abatidos al salir o llegar a sus domicilios. El último de ellos, Edgar Millán, fue esperado por el asesino en el interior de su casa, seguramente sentado en el sofá, aguardando el confiado arribo de quien, según la versión oficial, tenía a su cargo el diseño y ejecución de los operativos de búsqueda y captura de los principales capos del crimen organizado.
De esta triste manera, llegamos al conocimiento de que los principales operadores de la “guerra contra el narco” son tan vulnerables que sus vidas están al alcance de matones de poca monta. Cualquier cabo de infantería sabe que el éxito de sus misiones depende de la seguridad de su tropa. Pero esta necesidad elemental resulta demasiado para las entendederas de Calderón. Por eso cabe la pregunta obligada: ¿Quién es responsable de que las personas encargadas de combatir al crimen organizado estén sin la mínima protección?
Recientemente Calderón lanzó su célebre alarido de impotencia:¡Ya basta!, exclamó, y tiene razón, ya basta de incompetencia, ineptitud y complicidad; ya basta de Medina Mora, de Genaro García, de José Luis Santiago Vasconcelos, y de los demás personajes que, siguiendo las palabras del propio Calderón, durante el sexenio anterior fueron cobardes, omisos y cómplices. Las manos de todos ellos están manchadas con la sangre de aquellos policías que, ilusamente, han creído en la seriedad de la guerra contra el crimen organizado. Pagaron son sus vidas su equivocada credulidad.
Martín Vélez
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