Joaquín Ortega Arenas
Existen numerosas definiciones de lo que es un golpe de Estado, pero tal vez una de las más adecuadas es la que propone el Diccionario Encarta 2002, que nos dice: “Es la violación y vulneración de la legalidad institucional vigente en un Estado por parte de un grupo de personas que pretenden, mediante la fuerza sustituir o derivar el régimen existente sustituyéndolo por otro propicio y generalmente configurado por las propias fuerzas golpistas…”
La legalidad de un régimen, lo hemos sostenido siempre, deriva de la fuerza obligatoria de su Constitución, y dura mientras esa Constitución mantenga su vigor. Si la Constitución, por argucias leguleyescas deja de ser rígida y se torna elástica y modificable en todo tiempo y momento, es palmario que estamos frente a un golpe de Estado permanente que ha sustituido a la legalidad constitucional por una “legalidad” propicia para las “fuerzas golpistas”, sean cuales fuesen esas fuerzas que, en México, por desgracia han sido los propios gobiernos “legalmente instituidos.”
Si repasamos la historia constitucional de nuestro país, encontraremos que la primera de nuestras leyes fundamentales y el régimen que de ella debió derivar, fue desconocida y variada al gusto del titular del Poder. Agustín de Iturbide, antiguo Brigadier del Ejército Colonial , primero del ciclo interminable de gobernantes que aprovechó el puesto para convertir en monarquía la recién fundada República Mexicana. El mal ejemplo cunde, y podríamos afirmar que casi todos los que lo han sucedido en el poder han caído en la tentación de reformar las normas básicas de gobierno establecidas en la Constitución que juraron “cumplir y hacer cumplir” y se suponía rígida cuando fue dictada, para adaptarla a su gusto personal, a sus veleidades o a su necesidad enfermiza de enriquecimiento y el enriquecimiento de la camarilla de de hampones que generalmente rodean a los poderosos para disfrutar de “su sombra”. Antonio López de Santa Anna, ha sido uno de los más distinguidos golpistas de nuestra historia y, desgraciadamente, a pesar del gravísimo daño que su actuación ha causado a México, siguen vigentes todas sus leyes “golpistas” rigiendo los impuestos, gabelas y atracos hacendarios que padecemos.
Sin embargo, quizá el peor atraco haya sido el de privar a los Estados, presuntamente federados de toda soberanía, haciendo modificaciones y una aplicación totalmente ilegal del juicio de amparo, cantado por los mexicanos como “panacea”, que permite a “la federación”, (en nuestra fingida legalidad, convertida en “el señor presidente”), ejercer una despiadada dictadura ( aunque Mario Vargas Llosa la haya denominada “dictablanda”), que impide al Poder Legislativo de los dizque estados dictar leyes que no le plazcan al “señor presidente”; impide al Poder Judicial de los dizque estados dictar sentencia alguna de ningún orden, que disguste al señor presidente; impide al dizque señor gobernador, ejercer a plenitud su mandato, siempre expuesto a que el Poder Judicial Federal dependiente del Ejecutivo en turno lo modifique o lo anule. Todas las disposiciones ejecutivas, legislativas y judiciales de los estados son revisables y revocables por el Poder Judicial Federal. Los tribunales de los estados libres y soberanos, no pueden juzgar ni apreciar la constitucionalidad de los actos y hechos que sucedan en sus territorios y que puedan afectar su vida y “soberanía”. Sólo la federación tiene esas facultades gracias, desde luego, al héroe máximo de la institucionalidad en México, Antonio López de Santa Anna. No debemos olvidar, porque pecaríamos de ingratos, que a cambio de esas sabias leyes y la pérdida de la mitad de nuestro territorio el “guerrero inmortal de Zempoala”, nos dio nuestro Himno Nacional e institucionalizó los “golpes de Estado” que han pulverizado nuestras constituciones y le permitieron ser Presidente de la República ONCE VECES.
La Reforma lo arrojó violentamente del poder, y en el año de 1857 se dictó una verdadera Constitución, que jurada el cinco de febrero de ese año fue desconocida por el presidente Ignacio Comonfort el 17 de diciembre de ese mismo año, y Benito Juárez e Isidro Olvera fueron encarcelados. Golpes de Estado y más golpes de Estado sumieron al país en tremenda guerra intestina y después en la invasión francesa, de la que difícilmente pudo salir cuando Juárez consolidó el poder y “revivió” la Constitución, por poco tiempo, ya que Porfirio Díaz siguió con sus golpes de Estado y planes ilegales, hasta que muerto Juárez tomó la presidencia por treinta y tres años, en que su mano férrea y sistema de “mátenlos en caliente” evitó nuevos golpes de Estado, hasta que la mal llamada Revolución Mexicana, un intenso dolor de muelas y una división de rangers que tomó Ciudad Juárez, lo obligaron a renunciar. Los cuartelazos, motines, crímenes y “golpes de Estado sangrientos se sucedieron. Con once mil soldados norteamericanos invadiendo el Norte de la República, se convocó a un Congreso Constituyente en el que se aprobó y juró el 5 de febrero de 1917 la que se supuso iba a ser nuestra adelantada Constitución por mucho tiempo. Ocasionalmente, el día siguiente, 6 de febrero, los soldados norteamericanos abandonaron nuestro país.
Los golpes de Estado reformadores de la Constitución se han sucedido ininterrumpidamente, hasta que el inteligente Carlos Salinas decretó que el Congreso de la Unión se convirtiera en un constituyente “permanente” y los otros dos poderes aplaudieron a rabiar la medida. Hoy se modifica un día sí y otro también, sin cortapisa alguna, y el “…régimen existente es sustituido por otro propicio y generalmente configurado por las propias fuerzas golpistas…” sin que parezca que a nadie nos importe un bledo. Mal camino que generalmente termina en una barranca llena de sangre.
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