Es lo que es
Policías encajuelados. Hombres entambados. Cuerpos decapitados. Militares acribillados. Ciudadanos atemorizados. Automóviles quemados. Más de 4 mil ejecutados en menos de dos años. Víctimas de una guerra brutal, fútil, inacabable. Víctimas de una lucha que el gobierno de Felipe Calderón anticipa ganar pero no podrá hacerlo. Porque la guerra contra las drogas nunca concluirá con un triunfo medible de los buenos sobre los malos, con una victoria contundente que el país pueda celebrar. Porque una de las primeras bajas que produce cualquier guerra es el ocultamiento de la verdad. El ofuscamiento de una realidad en la que –como diría George Orwell– “denunciamos la guerra mientras preservamos el tipo de sociedad que la hace inevitable”. México, el país donde la expansión del narcotráfico es un síntoma más de todo lo que no funciona.Donde las muertes sin sentido se han vuelto insoportablemente repetitivas. Donde se atacan los efectos, pero no las causas. Donde muchos critican la violencia que el narcotráfico produce, pero pocos hablan de la estructura económica, política y social que lo hace posible. Ese andamiaje de políticos que protegen a narcotraficantes y narcotraficantes que financian a políticos; de criminales organizados que lavan dinero e instituciones financieras que se benefician con ello; de sicarios que asesinan a policías y policías que les pagan para hacerlo; de jueces que se vuelven cómplices del crimen organizado y el crimen organizado que los soborna. Por eso cuando Juan Camilo Mouriño declara que “el Estado mexicano es mucho más poderoso que cualquier capacidad de estos grupos para corromper instituciones, intimidar a la sociedad o destruir vidas humanas” denota cuán poco entiende el problema. Hoy el Estado mexicano ha sido infiltrado por las fuerzas que dice combatir. Hoy el Estado mexicano declara que va ganando la guerra contra los malos, cuando en realidad los alberga. ¿Dónde están los gobernadores enjuiciados? ¿Los presidentes municipales castigados? ¿Los procuradores investigados? ¿Los senadores encarcelados? ¿Los militares acusados? La historia de la “guerra” contra el narcotráfico en México es una de simetrías y mimetismos y complicidades. La corrupción en las calles es reflejada en cada pasillo del poder, en cada división del Ejército, en cada escuadrón de la policía, en cada Ministerio Público, en cada juzgado, en cada pueblo en el cual las víctimas de la violencia temen hablar o denunciar o confrontar. El narcotráfico se nutre de una vasta red, tejida a lo largo de los años para constreñir la rendición de cuentas. Vive de la corrupción compartida, del estado de derecho intermitente, de la incapacidad de la clase política para hablar y actuar honestamente.“Los operativos están dando resultados”, dicen. “Vamos ganando aunque no parezca”, declara el procurador Eduardo Medina Mora. Unos y otros, argumentando que la violencia es resultado de la eficiencia; el aumento en las ejecuciones es indicador de las interdicciones; la multiplicación de las muertes es evidencia de mano firme y no de mano ineficaz. Unos y otros, compitiendo para probar cuán draconianos son. Unos y otros, cerrando los ojos ante fuerzas sociales y económicas demasiado arraigadas para ser combatidas tan sólo con más armas, más balas, más policías, más militares, más sangre en el suelo, más soluciones simplistas a problemas complejos.Los defensores de la estrategia actual han hecho una declaración de guerra que –en realidad– constituye una admisión de derrota frente a intereses que no pueden desarticular. Todos, ignorando los problemas estructurales de un país con una subclase permanente de 40 millones de pobres. Con un sistema policiaco disfuncional. Con una corrupción que por conveniencia política nadie quiere combatir. Con un sistema educativo demasiado maltrecho como para asegurar la movilidad social, y por ello la economía ilegítima del narcotráfico se vuelve la única solución para tantos mexicanos. Patrones históricos, patrones intransigentes, patrones recalcitrantes que abonan el terreno para el narcotráfico y quienes viven y se enriquecen con él. El negocio del narcotráfico va en ascenso porque México le ha apostado a que su destino no depende de la incorporación de la mitad de su población al desarrollo nacional. Podemos seguir culpando a Estados Unidos por la demanda de drogas que genera. Podemos seguir mascullando sobre el flujo de armas a lo largo de la frontera. Podemos criticar a la Iniciativa Mérida y denunciar la protección de los derechos humanos que contiene como condición. Podemos sentirnos más nacionalistas y más patrióticos al envolvernos en la bandera. Pero eso no será suficiente para entender la dimensión del problema ni proveerá la honestidad suficiente para encararlo. La incompetencia y la corrupción persisten en ambos lados de la frontera. La proliferación de policías corrompidos e instituciones infiltradas es un fenómeno bilateral. México está pagando un precio muy alto para satisfacer el apetito estadunidense, pero también es responsable de su propia voracidad, de su propia complicidad. De su propia incapacidad para hacer del estado de derecho una realidad y no una mera aspiración retórica. De su propia incapacidad para construir un país incluyente, próspero, en el cual sus ciudadanos tienen empleos bien remunerados y no siembran o transportan enervantes. Si eso no cambia, no importa cuántos recursos se destinen, cuántos policías se entrenen, cuántas armas se usen, cuántos helicópteros se compren. Colombia ha gastado más de 5 mil millones de dólares en la guerra contra el narcotráfico con resultados mixtos: más seguridad pero mismo nivel de drogas. La lección es clara. El principal objetivo de la guerra que el gobierno quiere ganar no debe ser la destrucción de los cárteles, sino la construcción del estado de derecho. La meta no debe ser matar a más capos, sino mejorar la aplicación de las leyes en un país para todos. Pero para ello va a ser necesario confrontar verdades más profundas. El narcotráfico es un sistema edificado sobre la corrupción, mantenido por la conveniencia, basado en una mentira que nadie quiere reconocer. Esta guerra no tiene fin. Pretender ganarla es como pensar que es posible ganarle a un terremoto, o a un huracán. Por cada capo atrapado o asesinado habrá otro que surja en su lugar. Como lamenta el policía McNulty en la escena final de The Wire –la serie de televisión que plasmó la guerra fútil contra el narcotráfico en Baltimore– cuando mira con amor y tristeza a su ciudad devastada y musita: “Es lo que es”. l
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