Boaventura de Sousa Santos
Visão
Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
El ex secretario de prensa del presidente Bush, Scott McClellan, acaba de publicar un libro titulado Lo que pasó: dentro de la Casa Blanca de Bush y la cultura del engaño en Washington. El furor político y mediático que ha causado es el resultado de dos revelaciones: cuando ordenó la invasión de Irak, la Administración Bush sabía que Irak no tenía armas de destrucción masiva (ADM) y orquestó una poderosa «campaña de propaganda» para llevar a la opinión pública norteamericana y mundial a aceptar una «guerra innecesaria»; los grandes medios de comunicación fueron «cómplices activos» de esa campaña, no sólo porque no cuestionaron las fuentes gubernamentales, sino porque encendieron el fervor patriótico y censuraron las posiciones escépticas contrarias a la guerra.
Estas revelaciones y las reacciones que han causado tienen implicaciones que las transcienden. Antes que nada, es sorprendente todo este escándalo, pues las revelaciones no traen nada nuevo. Las informaciones en que se basan eran conocidas en el momento de la invasión a partir de fuentes independientes. En ellas me basé para justificar en esta columna mi total oposición a la guerra que, además de «innecesaria», era injusta e ilegal. Esto significa que las voces independientes fueron estigmatizadas como ideológicas y antipatrióticas, tal y como hoy criticar a Israel equivale a ser considerado antisemita. En 2001, en Egipto, y antes de que la máquina de propaganda comenzara a devorar la verdad, el mismo Secretario de Estado, Colin Powell, dijo que no había ninguna información sólida de que Irak tuviese ADM.
Esto me lleva a la segunda implicación de estas revelaciones: el futuro del periodismo. La máquina de propaganda del Departamento de Defensa se basó en tres tácticas: imponer la presencia de generales en reserva en todos los noticiarios televisivos con el objetivo de demostrar la existencia de las ADM; tener todos los medios de comunicación bajo observación y telefonear a sus directores o propietarios a la mínima señal de escepticismo u oposición a la guerra; invitar a periodistas de confianza de todo el mundo (también de Portugal) para ser convencidos de la existencia de las ADM y regresar a sus países poseídos por la misma convicción belicista. Vimos eso trágica y grotescamente en nuestro país. La verdad es que en Washington y en todo el país circulaban en los medios de comunicación independientes informaciones que contradecían el brainwashing [lavado de cerebro], muchas de ellas provenientes de generales y antiguos altos funcionarios de la Casa Blanca. ¿Por qué no se les ocurrió a esos periodistas amigos hacer una verificación cruzada de las fuentes como les exigía el código deontológico?
Para el bien del periodismo, algunos de ellos procuraron resistir la presión y sufrieron las consecuencias. Jessica Yellin, hoy en la CNN, y en aquel momento en el canal ABC, confesó públicamente que los directores y dueños del canal la presionaron para escribir historias a favor de la guerra y censuraron todas las que eran más críticas. Un productor fue despedido por proponer un programa con la mitad de posiciones a favor de la guerra y la mitad en contra. Quien resistió fue considerado antipatriótico y amigo de terroristas. Esto mismo ocurrió en nuestro país. ¿Cuántos periodistas no fueron sujetos a la misma intimidación? ¿Cuántos artículos de opinión contrarios a la guerra fueron rechazados? ¿Y los que escribieron propaganda e intimidaron a subordinados alguna vez se retractaron, pidieron disculpas, fueron cesados? Ellos colaboraron para que un millón de iraquíes resultaran muertos, decenas de miles de soldados norteamericanos heridos y muertos y para que un país fuera totalmente destruido. Todo esto ha tenido un precio, no el de la democracia —es ridículo concebir como democrático este estado colonial y más fracturado que Somalia— pero sí el del control de las reservas de petróleo del Golfo y la promoción de los intereses del petróleo, de la industria militar y de reconstrucción en la que los dueños de los medios de comunicación tienen fuertes inversiones.
Para disimular el problema moral de los cómplices de la guerra y la destrucción, un comentador de derechas de nuestro país se valió recientemente de la más desconcertante y desesperada justificación de la guerra: si no había ADM, por lo menos había la convicción de que existían. Ahora el libro de McClellan le acaba de retirar este argumento. ¿De cuál se servirá ahora? Lo trágico es que la «máquina» de propaganda continúa montada y ahora está dirigida a Irán. Su funcionamiento será más difícil y lo será aún más si los periodistas tienen mejores condiciones para cumplir su código deontológico.
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