La guerra del petróleo
El precio del petróleo se ha disparado desde principios del año 2000 a un ritmo sin precedente. En ese año era de 34.50 dólares; en junio de 2008, el barril (159 litros) costaba 142.13 dólares: un aumento de más del 400% en ocho años.Considerando la importancia del petróleo como fuente de energía en la economía moderna, esto crea una situación de emergencia que afecta sobre todo a Estados Unidos, que consume la mitad del petróleo del mundo. Algunos economistas señalan insistentemente la existencia de una especulación afiebrada detrás de ese aumento. Sobre “el barril de papel” ha florecido un inmenso y sofisticado negocio financiero basado en las operaciones con compras a futuro. Si bien no se puede ignorar ese factor, la mayoría de los analistas consideran que el encarecimiento del producto se debe a un problema de oferta y demanda estructural, más que al papel de los manipuladores del mercado, y afirman que los datos fundamentales apuntalan la idea de que el precio a largo plazo del petróleo se mantendrá por encima de los 100 dólares. Por ejemplo, Paul Krugman señala que otras materias primas como el acero también han conocido encarecimientos casi tan impresionantes como el del petróleo. La causa es la entrada en el mercado de los países emergentes, sobre todo China y la India. Por eso, insistir en la importancia de la especulación tiene el propósito de distraer la atención mundial de las verdaderas causas de una tendencia no reversible.El precio del petróleo fluctuará en los próximos años, pero la tendencia a largo plazo es sin duda al alza. Es entonces comprensible que las grandes trasnacionales dedicadas al negocio tengan un interés vital en que se afloje el control que ejercen los países del Cercano Oriente y del resto del mundo sobre su petróleo, que en muchos casos ha sido nacionalizado, abriéndoles ampliamente la puerta a la exploración, extracción y todas las actividades anexas, y si es posible otorgándoles un derecho a largo plazo sobre este bien cada vez más escaso. El caso más notorio de la voracidad y falta de escrúpulos de estas compañías es la reciente privatización del petróleo de Irak, que posee después de Arabia Saudita e Irán las reservas petroleras más grandes del mundo. El gobierno de Bagdad ha abierto a las compañías privadas sus reservas de 115 mil millones de barriles de crudo, cuyo proceso de nacionalización había comenzado en 1961 y que el gobierno de Sadam Hussein culminó en 1972. Tras las dos guerras del Golfo y una década de embargo, la empresa estatal Compañía Petrolera Iraquí quedó en la ruina. La extracción se hundió, las refinerías quedaron inutilizadas y faltaba dinero para nuevas prospecciones. La violencia que se desató después de la invasión estadunidense de 2003 hizo imposible abrir el sector a la inversión extranjera, pero ahora, cuando el gobierno títere ha aumentado su control, todo parece indicar que los contratos a largo plazo concedidos a las petroleras que explotaron los recursos energéticos iraquíes entre 1925-1961 serán renovados. Las causas de la guerra de Irak quedan súbitamente al descubierto ante los ojos del mundo entero. Si Sadam no tenía armas prohibidas y el gobierno de Estados Unidos lo sabía, como ha quedado probado hasta la saciedad, la única causa de la invasión fue el petróleo. Si la apertura de éste a las grandes compañías estadunidenses se materializa, lo que hasta ahora parecía una locura cobra un sentido siniestro. La derrota aparente de las armas estadunidenses se transforma en una sangrienta victoria económica, y en un mensaje para todos los países que han nacionalizado su petróleo y se niegan a abrir su explotación a las grandes petroleras privadas. De una u otra manera, éstas impulsarán su entrada duradera en todas las grandes reservas petroleras del mundo. Es en ese entorno donde Calderón presenta su propuesta de reforma de Pemex, cuyo contenido principal es abrir la puerta a las inversiones privadas –que inevitablemente serán preponderantemente extranjeras– en el petróleo mexicano. Tras una década de insistencia machacona de los organismos internacionales y los sectores financieros de Estados Unidos en que México debía realizar las reformas estructurales, entre las cuales la privatización del petróleo aparecía como la perla de la corona, las trasnacionales guardan ahora un silencio sospechoso.Pero no por silenciosa será menos efectiva su presencia. Irak fue víctima de una guerra que dura ya cinco años y ha causado daños incalculables. México, en cambio, ha sido escenario de la consolidación de un grupo de tecnócratas comprometidos por convicción con el neoliberalismo y el ascenso de un grupo de políticos advenedizos sin sentido de soberanía y responsabilidad nacionales dispuestos a todo. La izquierda de México puede congratularse de haber sido la fuerza que impidió la aprobación por vía exprés de una expropiación de la riqueza nacional. Su acción en la calle y en el Congreso ha abierto una amplia discusión que, por su riqueza, demuestra un conocimiento extraordinario de la sociedad civil sobre el problema petrolero en México. A lo largo de varias semanas se han ido definiendo, a pesar de las diferencias, dos posiciones irreductibles: la primera sostiene que la situación de Pemex, que ha sido empujado a la quiebra por la acción deliberada de la tecnocracia, tiene remedio sin la participación directa de la inversión privada y la privatización del petróleo; la segunda asegura que, sin éstas, la economía nacional sufrirá irremediablemente pronto grandes perjuicios. La lucha pasa ahora a su etapa decisiva: del debate a la discusión y votación del proyecto en el Congreso y, eventualmente, de éstas a la acción popular. Esta riqueza, que ha sido el símbolo de la soberanía mexicana desde 1938, está en grave peligro de caer en las manos que azuzaron a la guerra de Irak. Pero la batalla del petróleo puede también transformarse en un triunfo popular y en un renacimiento de la sociedad civil. l
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