Guillermo Almeyra
Evo Morales ganó el gobierno de Bolivia por una mayoría aplastante de votos, pero no tiene el poder del Estado. Éste sigue siendo la expresión de una relación de fuerzas –y la derecha racista tiene el apoyo de un sector importante de las clases medias, que llega a un tercio del electorado pero que en el oriente del país supera el 50 por ciento de los votos– y, además, el aparato de represión (justicia, policía, fuerzas armadas) es un terreno en disputa entre, por una parte, las clases que lo formaron y nutrieron y ahora se oponen ferozmente al gobierno, y éste, por la otra parte, que no tiene ni tradiciones ni gente en ese aparato y que, además, trata de sustituirlo con organizaciones ad hoc de los oprimidos (justicia indígena, policía sindical, los “ponchos rojos”).
Con el peso del Estado Evo Morales trata de imponer a la derecha el respeto a las mayorías y a la Constitución al mismo tiempo que lucha por construir otro Estado y por reformar el actual, de modo de descolonizar las relaciones sociales existentes. Pero, precisamente, la derecha subsiste gracias a esa colonización aún vigente, con su racismo, su regionalismo a ultranza, la brutalidad y ferocidad de los hacendados, el odio y el temor a los indígenas.
¿Cómo conciliar lo inconciliable? Evo Morales logró casi 68 por ciento de los votos pero no es tolerado por la derecha. Incluso si tuviese 95 tampoco sería aceptado, porque la derecha no acepta que las mayorías gobiernen ni acepta la democracia que la condena y busca volver al tiempo en que tenía el monopolio del poder, por las buenas o por las malas. No estamos ante un enfrentamiento entre una mayoría y una minoría en un país capitalista: asistimos en realidad a una revolución social y cultural rampante en un país que sin duda sigue siendo capitalista pero donde las relaciones de fuerza son desfavorables al capital y la inmensa mayoría de la población busca una alternativa al capitalismo. No existe un nuevo bloque de poder formado por una parte por el Estado que sigue siendo capitalista, que con las estatizaciones controla casi un tercio de las grandes empresas y de la economía, y por la otra por una miriada de pequeñas y medias industrias, más los trabajadores. Con mucho, el grueso del capital (y del poder de facto) está en manos de las trasnacionales y de los aliados locales de ellas (terratenientes ganaderos o soyeros, industria media), los cuales arrastran a las capas más acomodadas de las clases medias urbanas (universitarios, pequeños industriales, funcionarios mestizos nombrados con métodos clientelísticos y heredados por la administración advenediza de Evo Morales). No estamos pues ante una mera lucha política por tales o cuales ventajas: estamos ante una aguda lucha de clases por el poder, disfrazada de disputa constitucional o de enfrentamientos de poderes. El poder de Evo Morales reside en el poderío de los movimientos sociales que atemoriza a parte del aparato estatal (policía, ejército).
Es legítimo tratar de evitar el derramamiento de sangre, pero al mismo tiempo hay que saber y hacer saber a todos que la derecha, como lo demostró en Pando ante una manifestación desarmada, recurrirá al terror, a la violencia, a menos que alguien crea que los nazis y racistas renunciarán pasivamente a sus privilegios. Por lo tanto, si bien es justo conseguir mediante negociaciones el reconocimiento al menos verbal de la Constitución, no lo es hacer concesiones que puedan dar pie a una especie de extraterritorialidad reconocida donde existan partes de la Constitución que no se apliquen o leyes secundarias de efecto local que deroguen partes de la Carta Magna. Porque el debilitamiento de la confianza en el gobierno que mantienen los oprimidos y explotados es también un reforzamiento de la influencia de la derecha en los mandos de los aparatos represivos. Los trabajadores ejercen hoy una presión social sobre los soldados y policías y éstos a su vez controlan de hecho a sus mandos: por eso quedaron sin respuesta los llamados golpistas del alcalde de Santa Cruz. Pero si la presión desde abajo se debilitase, la contrapresión proveniente de los medios, de la justicia, de las clases dominantes, crecería en igual proporción. Las autonomías regionales, por supuesto, deben ser definidas y reconocidas pero también delimitadas y deben ser coherentes con la Constitución nacional, no ésta con aquéllas. Por otra parte, la represión anticampesina en Pando fue decidida por toda la dirección política local y no sólo por el prefecto Fernández, que fue ministro de gobierno de Hugo Banzer y añora los métodos nazis. Por eso el prefecto debe permanecer en prisión y en las negociaciones no debe participar nadie de la prefectura de Pando hasta que la justicia no delimite las responsabilidades individuales y colectivas en el asesinato de El Porvenir. La sangre de los campesinos no se puede negociar sin perder la confianza de las organizaciones sociales de todo el mundo.
El apoyo de los gobiernos de la región al régimen constitucional boliviano en la Unasur fue muy importante y marcó una diferenciación con respecto a Washington. Pero Argentina y Brasil querían sobre todo el gas cuyo suministro cortaban los derechistas bolivianos, y la solidaridad de los gobiernos de Colombia, Perú, Chile y Uruguay es muy peluda y, como la de la OEA, quiere maniatar al gobierno de Evo Morales y obligar a éste a conciliar. Es bueno tenerlo en cuenta para no sucumbir ante el abrazo del oso.
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