Julio Pimentel Ramírez
La profunda crisis que padece el país, que se adentra en una nueva fase de descomposición a partir del fraude electoral del 2006 y de la imposición del gobierno de Felipe Calderón y que adquiere rasgos aún más preocupantes desde el criminal y doloroso atentado contra los inermes michoacanos, no surgió por generación espontánea y las causas que le dieron origen, aunque complejas, no son desconocidas.
Por supuesto que no hay argumentos que justifiquen atentados contra la población, además de que la condena contra esos actos surge de manera unánime y espontánea por parte de la llamada sociedad civil, partidos políticos e incluso autoridades gubernamentales que se olvidan de que no se trata de que ellos se sumen a las voces indignadas de repudio sino de que cumplan con la obligación constitucional de brindar seguridad a todos los mexicanos.
México, como la mayoría de las naciones que arribaron al capitalismo de manera tardía pasando del colonialismo al neocolonialismo y, ahora, al neoliberalismo, se encuentra profundamente dividida: de un lado un puñado de individuos que concentran en sus manos un alto porcentaje de la riqueza social y del otro millones de mexicanos en la pobreza, excluidos del desarrollo. Al lado de esto, arriba de ello o a su sombra -como usted prefiera ubicarlo- medra una clase política incapaz y corrupta (con honrosas excepciones, dirían los clásicos) que ha conducido al país al borde del abismo.
Ahora, con justa razón, ante los crimenes cometidos por la delincuencia organizada los ciudadanos se indignan y los medios de comunicación lo denuncian, muchos de ellos en forma farisiaca pues son incapaces de alzar la voz cuando se trata de actos de violencia cometidos por el Estado o en contra de los pobres, llamados eufemísticamente los “sectores más desprotegidos”.
Reiterando el rechazo al terrorismo, venga de donde venga, no hay que perder de vista que la lucha contra este flagelo no debe de derivar en someterse a los designios de los poderosos ni a olvidar el pasado e ignorar el presente en su compleja y dura realidad. La historia de nuestro país y la de otras naciones nos alertan al respecto. Como punto de referencia inmediato cabe anotar que Estados Unidos, el líder de la lucha contra el terrorismo a escala universal, es el principal gestor, ejecutor y promotor de guerras de conquistas y de delitos de lesa humanidad.
Utilizar el miedo elevado a categoría de terror como elemento aglutinador en una estrategia de supuesta unidad nacional, en una sociedad agudamente inequitativa, además de efímero y volátil puede convertirse en la punta de lanza de un proceso de persecución de los contrarios, de criminalización de la protesta social, de maduración del huevo de la serpìente largamente empollado por el autoritarismo mexicano.
Es cínico hablar de unidad nacional cuando durante cinco lustros se ha instrumentado una política económica que ha desmantelado el aparato productivo nacional del campo y la ciudad, ha erosionado las instituciones sociales (atención médica, pensiones y educación pública, por mencionar las más destacadas), ha sumido en el desempleo y subempleo a millones de mexicanos y ha expulsado del país a otros tantos.
La división en el ámbito social y económico no ha sido ajena a la que se ha presentado en el terreno de la política, incluyendo la electoral. Sin obviar que en México crecen constantemente movimientos sociales y contingentes políticos que se organizan al margen del sistema político formal (con reconocimiento oficial ante las instancias electorales) y que constituyen elementos potencialmente destacados de transformación social, la “transición democrática” mexicana no termina de concretarse.
Coincidentemente, no podía ser de otra manera, al imponerse el neoliberalismo en suelo mexicano se presenta en 1988 el primer gran fraude electoral de los tiempos modernos y se impone el salinismo a las fuerzas nacionalistas desgranadas del PRI aliadas a la variopinta izquierda de la época.
La división política se ahonda en el 2006, en el que desde el Estado y con el respaldo del poder económico, se maquina y concreta la imposición de Felipe Calderón burlando la voluntad popular de cambio. La brecha queda marcada y Andrés Manuel López Obrador y los amplios sectores sociales que lo respaldan son sometidos a feroces campañas mediáticas de hostigamiento, pretendiendo aislarlo y desgastarlo para llevar adelante las prometidas reformas estructurales, entre ellas en forma destacada la privatización de los recursos energéticos.
En el ámbito de la justicia, con la esencial prevalencia de la impunidad, también las cosas son desiguales. Por ejemplo, desde hace más de treinta años cientos de familias mexicanas están en espera de verdad y justicia respecto del destino de sus seres queridos detenidos desaparecidos por el estado mexicano. Es más, mientras las cárceles se desbordan de personas provenientes de sectores marginados, por las calles se pasean los grandes delincuentes de cuello blanco que han saquedo las arcas públicas.
Como dice Andrés Manuel López Obrador, Unidad Nacional sí, pero cuando se sienten las bases de un verdadero cambio social, sustentado en la equidad y la justicia social con la amplia participación ciudadana en la toma de decisiones, que restaure la soberanía nacional y pongan al país en el camino del verdadero desarrollo.
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