Adolfo Fernández Gárate
Jamaica un gol, México cero goles. El imperio estadounidense se desmorona, y México cae en picada unos segundos antes para servirle de colchón. Unos cuantos compatriotas forman parte del selecto grupo de los más ricos del mundo, cada minuto más ricos a pesar de las crisis, en tanto esperamos la vuelta de miles y miles de compatriotas empobrecidos de un manotazo financiero al otro lado de la frontera.
Los senadores aprueban un presupuesto astronómico para el gasto del estado mexicano en el próximo año, al mismo tiempo que los precios del petróleo se derrumban y las expectativas de crecimiento en el mundo se colapsan. La maestra del horror gasta millones de pesos en comprar camionetas aterradoras, mientras en Morelos los mototaxis alertan a un pueblo ignorado, que se enfrenta con palos y piedras a la policía y al ejército.
Del otro lado del espejo, en un falso reflejo de la misma realidad, una niña cuelga todas las noches de su cabello, sonriendo al respetable en un circo de segunda con un nombre difícil de recordar. Las cámaras la enfocan mientras la reportera anuncia que ganó el tercer lugar nacional en la prueba enlace de la SEP, estudiando de lunes a viernes bajo una lona trashumante atendida por una educadora comunitaria que habrá sido todo menos maestra, antes de saltar a la fama efímera de la televisión.
De este otro lado del espejo, jugando con los destellos de nuestros recuerdos y nuestras fantasías, una mujer lamenta dolorosa la pena de aquel hombre que años antes formó parte de su vida, sintiendo como propia la tristeza del hijo enfermo. Esa misma mujer se mira las manos y se pregunta cuántas veces más habremos de volver a empezar, justo cuando creíamos que la vida comenzaba a ser conocida, manejable, hasta generosa, y nos despertamos un día con la noticia de que la ambición de unos cuántos reventó en mil pedazos el espejo de nuestras ilusiones.
Las élites ineptas necesitan la mano generosa de los gobiernos complacientes para tapar sus errores, para culminar sus negocios, hasta para bendecir sus amores. Las élites incapaces, no han podido hacer un buen negocio solas, siempre han recurrido al contubernio con sus pares, los políticos ineptos que no han sabido administrar la riqueza inagotable de un país como el nuestro.
Las élites ignorantes no saben nada de historia, piensan que se lo merecen todo, que las herencias son algo natural entre ellos, pero entre los pobres resultan inconcebibles, aun cuando no sean más que unas simples plazas de maestros. Sólo aceptan que se herede la pobreza, cuando mucho el conocimiento del camino para cruzar la frontera, se sienten más que generosas cuando hacen negocio de la filantropía.
Las élites egoístas, arrogantes, sin raíces, son capaces de ganar en euros y meterle goles a quien se les ponga en frente. Y son incapaces de armar un equipo, de hacer su trabajo por amor, por darle un gusto a la gente, olvidando por un momento el precio del minuto en la televisión.
Del otro lado del espejo de esta misma realidad, la única que tenemos frente a nosotros, ¿habrá quien pueda hacerlo mejor que esas élites ineptas? Tal vez mejor no, pero sí con amor por los hijos, por los amigos, por el país, por nuestras vidas, así, en plural, y eso puede hacer una gran diferencia en el resultado. Hay millones y millones de este lado del espejo que no dudan en arriesgar la vida para darle de comer a su familia, y cruzan fronteras, aceptan trabajos miserables, reclaman despojos sin medida.
Hay miles y miles que van caminando todos los días a la escuela, miles sin zapatos, miles sin comida en la panza, sin pensar que viven un drama, más bien gozosos de estar vivos, a diferencia de los muertos que caminan en su mar de ineptitudes.
Falta un poquito para que nos demos cuenta que los ineptos debieran ser despedidos, cancelados sus contratos, rescindidas sus prebendas. Ojalá entendamos pronto que tenemos derecho a decir no, a pedir cuentas claras, a soñar cada noche que la vida puede ser generosa con todos, en plural, y no sólo para unos cuantos que han demostrado una y otra vez su incapacidad para responder por lo que han tenido en demasía.
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