Marcelo Colussi
No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados. (Adam Smith)
Quien escribe estas líneas no es economista ni especialista en cuestiones ecológicas. Es un ciudadano más del planeta, ni rico ni famoso, uno más del colectivo. Pero como tal me considero con derecho –¿con obligación también? Moralmente, creo que sí– a opinar y a tomar partido por cuestiones que tocan a todos. La economía dominante de nuestras sociedades, el capitalismo, está enferma. Eso se evidencia en la injusticia reinante (aspectos estructurales), en los descalabros coyunturales como la actual crisis financiera que se vive (que pagaremos, básicamente, los pobres), y en términos de perspectiva histórica como especie. Según se nos dice con conocimiento profundo (que yo no tengo y que tomo prestado de lo que gentilmente nuestro amigo español Rafael Álvarez, de Valladolid, nos pone a disposición), los actuales modelos económicos de producción y consumo están produciendo desastres en el medio natural con consecuencias catastróficas y probablemente irreversibles. Actuar contra el capitalismo es actuar contra la injusticia, y más aún: es actuar a favor de la sobrevivencia de la vida en nuestro planeta.
Según la hipótesis conocida como Gaia, formulada por el científico Lovelock, el conjunto de la biosfera –la atmósfera, los océanos y la superficie externa de los suelos– se comporta como un todo coherente donde la vida –su componente característico– se encarga de autorregular sus condiciones esenciales tales como la temperatura, la composición gaseosa de la atmósfera, la composición química y salinidad en el caso de los océanos, etc. Gaia, con su infinita paciencia de millones de años, y desde el punto de equilibrio en que se estabilice ante cambios catastróficos que pudieran sobrevenir, comenzaría siempre un nuevo proceso evolutivo de la biosfera residual (sea a partir de reptiles, de hormigas o escarabajos, o simplemente de bacterias extremófilas). De esta forma, Gaia juega así como un sistema auto-regulador retroalimentado que tiende al mantener el equilibrio de la biosfera y conservar un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta. Pero una interpretación interesadamente errónea de esta teoría desprecia las cautelas del Principio de Precaución alegando que no hay que preocuparse por las agresiones ambientales humanas, pues el planeta se encarga de autorregularse. Lamentablemente ello no es así; hay más que sobrados motivos para preocuparnos: la intervención del ser humano está creando condiciones que pueden hacer imposible la continuación de la regulación.
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