Editorial
El martes de la semana pasada, el grupo parlamentario del Partido Revolucionario Institucional en el Senado, encabezado por Manlio Fabio Beltrones, presentó una propuesta de reforma a la Ley Federal de Radio y Televisión en la que se insiste en renovar “a perpetuidad” las concesiones que detentan los grandes consorcios mediáticos –como pretendía el engendro legislativo popularmente conocido como Ley Televisa–, ahora al amparo de la figura de “prórroga” y mediante el pago de una “contraprestación económica” al Estado, que sería determinada por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Para colmo, se pretende descontar de esa cantidad el costo de los espacios publicitarios que las televisoras deben otorgar, de manera gratuita, a la difusión de programas electorales, según lo establecido en la reforma sobre el tema que se aprobó el año pasado.
Por si esto fuera poco, con esta enmienda se pretende eliminar la revocación de concesiones como sanción para las empresas mediáticas que incurran en violaciones al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales –medida contemplada en la iniciativa original elaborada por el panista Ricardo García Cervantes, frenada desde junio pasado–, lo que garantizaría impunidad a quienes infrinjan la ley y constituiría una aberración jurídica.
La propuesta de reforma que se comenta tiene como telón de fondo una ofensiva que emprendieron los dueños del poder mediático hace más de dos años con la redacción –a instancias del duopolio televisivo– de la Ley Televisa, su aprobación unánime en la Cámara de Diputados y su aval, el 30 de marzo de 2006, en el Senado. El apoyo que los legisladores –con honrosas excepciones– dieron a ese proyecto impresentable demostró su sometimiento al poder de facto de los grandes empresarios de la comunicación. Por fortuna, la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró inconstitucionales diversos pasajes de la legislación referida y evitó, de esa manera, que se consumara un atentado contra los derechos y la propiedad nacionales.
Meses después, cuando en el contexto de las adecuaciones a la ley electoral se pretendió reducir el costo y la duración de las campañas y prohibir tanto a partidos políticos como a particulares la contratación de espacios para difundir propaganda electoral, los propietarios de los medios de comunicación respondieron con una virulenta campaña de hostigamiento, presiones y chantajes en contra de los legisladores federales, pues la medida afectaba sus intereses económicos, al restringir los vastos márgenes de ganancias que acostumbran obtener durante las campañas, y políticos, al delimitar la influencia de los conglomerados empresariales en la preferencia electoral de los ciudadanos.
Posteriormente, en un lamentable espectáculo montado ante los senadores, la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión, encabezada por las dos principales empresas televisoras del país, realizó una inverosímil defensa de “la democracia” y “la libertad de expresión”, entendida esta última como libertad de hacer negocios, como si no fueran los propios concesionarios los que históricamente han restringido o suprimido la libre manifestación de ideas a los comunicadores profesionales y cancelado, mediante ocultamientos y tergiversaciones mañosas de la realidad, el derecho ciudadano a la información.
En estos episodios, la falta de decoro de quienes detentan concesiones de radio y televisión ha sido tal que parecieran olvidar que el medio del cual tienen usufructo –el espectro de frecuencias electromagnéticas– es una extensión del territorio nacional y, por tanto, un bien público. Otro tanto podría decirse de los legisladores que han apoyado las embestidas antinacionales de los propietarios de los medios: con tal actitud, parecieran ignorar que su papel de representantes populares los obliga a colocarse del lado del bienestar general, no del particular; a defender los intereses de la nación, no los de unos cuantos, y a preservar la integridad territorial, de la que forma parte el espacio radioeléctrico.
En suma, la iniciativa presentada por Beltrones y sus correligionarios persiste en el intento de revertir recientes reivindicaciones del interés público sobre el particular y de la potestad de la nación sobre su territorio; aprobarla implicaría, por tanto, un retroceso inaceptable, una lesión a los intereses nacionales y una nueva y vergonzosa claudicación del Poder Legislativo a las presiones e intereses de los concesionarios privados.
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