Luis Linares Zapata
La actual crisis económica y financiera en proceso se ha fusionado con una previa: la que se gestó en el México de finales de los años 70 para enseñorearse del aparato productivo a partir de los 80. Varias administraciones sucesivas de priístas la fomentaron. Otra de panistas naufragó en esta atonía del crecimiento y la justicia distributiva reforzó la alocada desarticulación de las cadenas productivas para finiquitar, al fin, toda red de protección para sostener lo propio. El Sr. Calderón es un digno sucesor de esa estirpe de mediocridad, insensibilidad social, complicidades y acendrado entreguismo. Como heredero del pensamiento colonizado, ha hechas suyas todas y cada una de las consignas del consenso de Washington. Ahora tiene, entre sus pequeñas manos, un emparedado doble que contiene la crisis propia, irresponsablemente labrada, sazonada con la que proviene del exterior. Un fenómeno del que aún se desconocen muchos de sus componentes y, sobre todo, su duración. Demasiado para su corta estatura y nula capacidad de acción.
A esta altura del proceso decadente, el Sr. Calderón continúa afirmando, sin pena o rubor alguno, que éste, como cualquier otro, algún día pasará. Cree haber descubierto la esencia misma de la destructiva materia negativa y espera, hasta con cierta emoción (según ha dicho), el reto que significa enfrentarla. Toda su administración parece seguir la misma ruta marcada con tan endeble visión y recurre a enfatizar la causalidad externa de la crisis como alivio a las propias culpas. Uno o dos trimestres adicionales de angustias y todo habrá quedado atrás. Su asentado liderazgo, alegan los convenencieros beneficiados, permitirá la movilización de las energías sociales para encontrar salidas adecuadas. Sus asesores entrevén que los mexicanos sólo padecerán unos cuantos rasguños y seguirán adelante, cobijados con el manto protector de su gobierno. Ni siquiera reconocen los calderonistas de bolsillo las ataduras que los sujetan a lo que haga o deje de hacer Barack Obama para entender primero, y superar después, la depresión en que ha caído la economía de Estados Unidos. Un personaje para ellos distante, de propósitos diversos y visión del desarrollo fincado en un mayor balance de la equidad, rasgos ignotos para el Sr. Calderón y el oficialismo que lo envuelve y sujeta.
La fortaleza de las instituciones, las políticas económicas y financieras seguidas resistirán –se empeñan en repetir los panistas– como en ningún otro país los embates de la desconfianza, la sequedad del crédito, el desempleo, la carestía desatada por los continuos incrementos de los productos y servicios públicos (energéticos). La versión oficial sostiene, con imprudencia, que todo camina bajo control de los hacendistas y Los Pinos. Se aparentan seguridades, pero en seguida titubean y lanzan pronósticos de alarmante simpleza y optimismo que hacen reír a los mercados y alientan mayor especulación.
Frente a tan soberbios desplantes se va dibujando un serio y complejo panorama que corre en sentido contrario a los deseos del oficialismo. Nada apunta a una crisis de corta duración. Al contrario, los datos se acumulan para mostrar un largo periodo de contracciones y penurias, pues las ayudas no parecen relacionadas con la magnitud de las necesidades y requerimientos que, se espera, mitigaran los perniciosos efectos recesivos. Pero lo más alarmante es que se apuntan remedios nebulosos ante una crisis desconocida en su real naturaleza y componentes. No se reconoce, incluso, que se navega sobre una estructura desintegrada, dependiente del exterior para poner al alcance del consumidor lo que éste solicita. Las importaciones son, por defecto intrínseco del modelo vigente, el cauce que satisface el consumo y, por esa vía, los descalabros serán adicionales.
Los monumentales déficit del comercio externo y de la balanza de pagos son los peores obstáculos para una continuidad sin sobresaltos que reponga los dispendiosos usos y costumbres anteriores. Tales déficit auguran, qué duda cabe, la imposibilidad de seguir la senda de un México subordinado al exterior según las reglas del TLC y la ausencia de un programa de desarrollo productivo, tecnológico, científico y educacional que soporte el crecimiento ansiado. Los compromisos de pagos para los semestres venideros de las empresas sobrendeudadas en dólares, junto con el servicio de la deuda externa pública, someterán al peso a presiones que impedirán la estabilidad cambiaria, ya afectada, de salida, por una devaluación del peso superior a 40 por ciento. Las reservas acumuladas en el periodo de auge petrolero tardarán pocos meses en irse por el ancho canal que tienen delante.
Pero el Sr. Calderón recae, a cada paso, en lanzar señales encontradas. Todo parece depender de lo que le escriben sus asesores discursivos pues, cuando lee, dice una cosa y, cuando se encarrila en la improvisación, deja fluir su real sentir, contrario en esencia e intenciones a lo pautado con anterioridad. Así, celebra con entusiasmo la reforma petrolera, negando toda privatización, sólo para añorar, en su alocución reciente (La Venta, Oax.), no haber seguido su consigna de ceder a los privados las refinerías. Similar fenómeno le ocurrió en su gira por Sudamérica y frente al grupo de Río. Ahí, Calderón se suma a la corriente que propone reformas (aunque sean todavía abstractas) a la desregulada industria bancaria, y en sus improvisaciones trata, por el contrario, de atajar el cambio y aconseja no entorpecer los libres flujos de capitales y el comercio. Ambos pilares bajo asedio e impuestos por una globalización tramposa y eficaz transmisora de la crisis. En estos días de desconcierto interno y retobos por doquier debido a los abusos de la hacienda pública (vía precios) y de los bancos con sus servicios, el Sr. Calderón va a Davos, Suiza, para alardear de su programa contracíclico que a nadie convence ni se ve avanzar por lado alguno.
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