Michael Löwy
Desde sus orígenes en Grecia, la democracia se consideró como la participación directa de todos los ciudadanos en las deliberaciones y decisiones. Este es el mismo principio que defiende el fundador del pensamiento democrático moderno, Jean-Jacques Rousseau. Es con las grandes revoluciones modernas, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, que la práctica de la democracia representativa se establecerá. Ella es, en cierta medida, inevitable en las grandes sociedades modernas. Las perversiones de la representación no datan de nuestros días, pero han sido considerablemente agravadas durante el reinado del neoliberalismo: con la formación de una casta política cerrada y con frecuencia corrupta, sumisa a los intereses de las élites privilegiadas, con la exclusión de las mujeres y los inmigrantes, y así sucesivamente (¡la lista es larga!).
La democracia participativa, tal y como funciona, principalmente en algunas de las comunidades indígenas autogestivas en América Latina --por ejemplo, en las regiones zapatistas en Chiapas--, es una nueva forma de gestión política que rompe con las estructuras burocráticas oficiales. Es un ejemplo fascinante, pero que se presta difícilmente a una gestión a nivel nacional.
Otro caso de una figura interesante de ella, el más conocido internacionalmente, es, por supuesto, el presupuesto participativo en algunas ciudades brasileñas dirigidas por coaliciones de la izquierda --por ejemplo, en Porto Alegre. También hay un intento de ampliar el presupuesto participativo en otra provincia de Brasil, Río Grande do Sul, con el gobernador de izquierda Olivio Dutra.
Estas son algunas experiencias importantes, pero con algunos límites: participación minoritaria, de gestión puramente local y de sólo una parte de los recursos municipales. En todo caso, estos intentos son más interesantes que sus equivalentes en Europa, donde, con raras excepciones, se trata de consejos meramente consultivos y que no toman decisiones.
Aparece así, poco a poco, la idea de que la democracia representativa debe combinarse con formas de democracia directa, lo que permite la participación directa de los ciudadanos en las deliberaciones y las decisiones políticas que les afectan.
Esta idea me parece fértil y prometedora, aunque las modalidades están todavía en gran medida por definir.
Pero la crisis de la democracia representativa parlamentaria actual y sus fuentes estructurales, son de raíces más profundas: la incapacidad de las estructuras políticas establecidas, parlamentarias o de otra índole, para hacer frente con eficacia los problemas económicos y sociales. En la lógica del capitalismo neoliberal, las decisiones reales son cada vez menos adoptadas por los "representantes electos", y cada vez más por los mercados financieros, los principales bancos y empresas multinacionales, y en lo que respecta a esos países del Sur, el FMI y el Banco Mundial.
¡No se podrá salvar la democracia política si no es con el establecimiento de la democracia económica!
Traducción: Andrés Lund Medina (Rebelión)
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