Varios de quienes escribimos en los periódicos somos profesores y/o investigadores universitarios. Los sueldos máximos en las instituciones de educación superior son, para los profesores e investigadores de tiempo completo (prestaciones al margen), de alrededor de 15 mil 800 pesos más la prima de antigüedad (véase la página en Internet de transparencia de la UNAM). Y con esos sueldos, más los honorarios que pagan los periódicos por artículo, en general mantenemos nuestra independencia y normalmente, hasta donde se sabe, no hay casos de soborno ni de venta de la pluma al mejor postor. Nadie puede garantizar que los académicos universitarios seamos incorruptibles, pero tendrá que reconocerse que a lo largo de los años muy pocos profesores o investigadores han sido acusados de ser comprados. No somos ángeles, ciertamente, pero por contraste con la corrupción que priva en el país, parecemos ser excepcionales en este punto.
Si los universitarios, con los sueldos mencionados, no somos corruptos ni traicionamos, en general, nuestra conciencia por monedas de plata, ¿por qué se ha supuesto que los ministros de la Suprema Corte de Justicia, los magistrados de circuito, los jueces de distrito y los consejeros de la Judicatura Federal, además de los magistrados electorales, sí lo harán? La pregunta no es ociosa. Los artículos 116 y 127 de la Constitución mencionan que todos los anteriores, más los diputados, senadores, representantes de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal y los demás servidores públicos “recibirán una remuneración adecuada e irrenunciable”. Y el artículo 41, V, establece que los consejeros electorales, incluido su presidente, percibirán retribuciones iguales a las previstas para los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La remuneración que todos éstos reciben es determinada anualmente por los diputados en el Presupuesto de Egresos de la Federación y del Distrito Federal o en los presupuestos de las entidades paraestatales, según corresponda, bajo criterios de ecuanimidad, justicia, imparcialidad, moderación y todos los sinónimos de “equitativo”. Aunque no está escrito, se juzga remuneración adecuada aquella que resulte ser suficientemente atractiva para evitar que los aludidos caigan en tentaciones de corrupción. Y así, los diputados les asignaron remuneraciones altísimas, superiores a los 300 mil pesos para los altos cargos del Poder Judicial, incluido el tribunal electoral y los consejeros del IFE. Todos ellos ganan 21 veces más que un profesor o un investigador universitario del más alto nivel. Ya no digamos la diferencia con los salarios mínimos, que son los que obtienen la mayoría de los mexicanos cuando cuentan con un empleo. Es una obscenidad, y lo peor es que a pesar de tales remuneraciones han demostrado que no actúan de acuerdo con su conciencia, o que ésta ha sido comprada infinidad de veces.
Se argumentará que las decisiones que tiene que tomar un académico universitario no tienen la misma trascendencia que las de un juez o un consejero. Que no es lo mismo poner un 10 de calificación o un 5 que decidir controversias constitucionales o dictaminar sobre la culpabilidad de tal y cual. ¿Y? Cada quien realiza su función, y actuar con responsabilidad y justicia cuesta lo mismo, en términos de conciencia, para dictaminar una calificación o aprobar una tesis de grado que para calificar un proceso electoral o un acto delictivo. En todos los casos se toman decisiones y éstas son igualmente difíciles cuando se trata de hacer justicia, con un alumno o con un presunto delincuente, con la opinión de un articulista sobre las libertades o los derechos constitucionales o con el dictamen de un ministro de la Suprema Corte sobre lo mismo. La diferencia, en todo caso, consiste en que un académico-articulista puede ser convencido, con argumentos y datos, de que está equivocado y cambiar sus puntos de vista si se es razonable, en tanto que los dictámenes de un juez son inapelables y una vez subidos en su burro nadie los baja de ahí, por más argumentos que les demos desde la tribuna ciudadana que, obviamente, no tiene poder. (Aquello de que la prensa era el cuarto poder es cosa del pasado, y más con los panistas que ni leen el periódico.)
Por otro lado, si vamos al valor de la trascendencia en las decisiones, al margen de lo que yo piense sobre la legitimidad de Calderón, éste debería ganar mayor sueldo que los ministros y demás, pero no es el caso. Aun así, si hablamos de sueldos y tomamos en cuenta que los salarios en Estados Unidos son, por un mismo trabajo promedio, unas 13 veces más altos que en México, las remuneraciones de Calderón y de los jueces, consejeros, diputados, etcétera, deberían ser 13 veces menores que los de sus pares en aquel país, el más poderoso del planeta. Tampoco es el caso, al contrario, casi son iguales, y en algunos casos superiores.
Quiero dejar claro que no soy de los que piensan que reducir el salario de los servidores públicos a la mitad sea la panacea económica del país, aunque en algo ayudaría en la crisis que vivimos y sería una señal de solidaridad con el país en su conjunto. Mi argumento es que no hay proporción entre esas remuneraciones y las del resto de los empleados en México. Con lo que ha salido a la luz en la guerra absurda de Calderón contra el crimen organizado hemos podido corroborar que la corrupción se ha filtrado a las más altas esferas de la administración pública (federal, estatal y municipal), y esto a pesar de sus altos salarios. La conclusión sería que no son éstos los que inhibirían la corrupción, la venta de conciencias y de acciones, sino la fortaleza ética de las personas que, por lo visto, es escasa. La solución a la crisis no va, necesariamente, por la reducción de remuneraciones de quienes obtienen tanto dinero a cambio de su probada poca eficiencia, pero de que ofende, ofende.
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