Editorial
El gobierno de Corea del Norte dio a conocer el domingo pasado que había llevado a cabo una nueva prueba nuclear, la segunda desde 2006, así como vuelos de ensayo de misiles de corto alcance. El hecho generó la inmediata condena del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Japón, Rusia, China, Corea del Sur y la Unión Europea. En el edificio de Naciones Unidas, en Nueva York, se enfatizó que las pruebas norcoreanas violan la resolución 1718 del Consejo de Seguridad, que prohíbe a Pyongyang experimentar con esa clase de armamentos y le impone sanciones financieras y comerciales, así como un embargo de armas. Asimismo, los integrantes de la máxima instancia de poder global acordaron trabajar en una nueva resolución, cuyos términos serían, previsiblemente, mucho más duros, y que habrá de acordarse en breve.
Sin duda, resulta deplorable e inconveniente el intento por hacerse de armas atómicas de cualquier gobierno que no las posea, y una acción en este sentido, como la emprendida la semana pasada por el de Corea del Norte, multiplica los factores de tensión en un mundo ya sobrado de ellos. Pero, al margen de las condenas, es preciso entender el armamentismo norcoreano como producto de diversos procesos.
En primer lugar, el actual régimen de Pyongyang, con todo y su cerrazón y su belicismo, es producto de una historia de agresiones e injerencias extranjeras que no puede soslayarse: tras la invasión y la ocupación militar japonesas, al término de la Segunda Guerra Mundial, la península fue dividida en dos por los vencedores –Estados Unidos y la Unión Soviética–, lo que generó dos estados que reclamaban la soberanía sobre la totalidad del país. Poco después sobrevino la guerra entre las dos partes, que se convirtió rápidamente en un conflicto internacional: mientras Estados Unidos, con cobijo de la ONU, se involucraba directamente en la contienda a favor de Seúl, Pyongyang recibía el respaldo político, militar y económico de Moscú y de Pekín. Después de tres años de guerra mortífera y devastadora, en la que la infortunada nación asiática fue usada como campo de batalla limitado por los dos bloques geopolíticos que por entonces pretendían dividirse el mundo, se firmó un armisticio que dejó irresuelto el tema de la reunificación del país, situación que permanece hasta la fecha.
Por otra parte, los afanes reales o supuestos de hacerse de armas de destrucción masiva por parte de algunos gobiernos a los que Washington considera enemigos constituye la reacción lógica a la doctrina de la guerra preventiva ideada y aplicada en Afganistán e Irak por el anterior gobierno estadunidense. A posteriori ha quedado claro que la segunda de esas naciones no fue invadida, destruida y ocupada porque poseyera armamento químico, atómico o biológico, como argumentaron en su momento la Casa Blanca y sus aliados; el corolario ineludible es que, si el depuesto régimen de Saddam Hussein hubiese tenido arsenales de esa clase, la agresión militar en su contra habría sido imposible o, cuando menos, mucho más difícil y costosa para los agresores. En los ocho años de belicismo febril y ominoso que constituyeron la administración Bush, es más que probable que diversos gobiernos soberanos hayan cuando menos considerado la posibilidad de emprender programas de desarrollo de bombas atómicas, de armamento químico y biológico o de las tres cosas al mismo tiempo, como única forma de detener una agresión de la máxima potencia militar del planeta y de sus aliados europeos. Al parecer, el de Corea del Norte fue el único que decidió llevarlo a la práctica.
Un tercer elemento de contexto que debe ser mencionado es la infinita hipocresía de Occidente en materia de poderío bélico nuclear. Aun si se concediera el derecho de los cinco integrantes permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU –China, Estados Unidos, Francis, Inglaterra y Rusia– a poseer en exclusiva esa clase de armas, lo cual resulta cuando menos cuestionable, lo cierto es que ese cónclave no movió un dedo y volteó hacia otro lado cuando Israel, India y Pakistán se pusieron a fabricar bombas atómicas, por más que, según las reglas dictadas por los poderosos, no tienen derecho a tenerlas y tendrían que ser, por ese hecho, sancionados de diversas maneras por la comunidad internacional. Ante la evidencia de esa doble moral, las condenas del momento a Corea del Norte resultan un tanto inverosímiles y poco sustentadas.
La proliferación nuclear debe evitarse, pero se requiere, para ello, de una redefinición equitativa y pareja de las reglas impuestas por los países más poderosos, así como de un intenso y prolongado trabajo diplomático. Cabe esperar que el nuevo gobierno estadunidense sea capaz de comprenderlo así y que actúe en consecuencia.
Comentario: Israel, que también tiene armas nucleares lleva violando resoluciones en relación con los palestinos desde el año 1967 y sigue... Estados Unidos se lanzó a invadir a Iraq en contra de las recomendaciones de la ONU. Así que las condenas de los países poderosos carecen de autoridad moral
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