Julio Pimentel Ramírez
Al cumplirse 38 años del genocidio del 10 de junio, la matanza de estudiantes que fue preconcebida, organizada, coordinada, controlada y ejecutada desde las más altas esferas del aparato gubernamental, a pesar de que la verdad histórica de esos hechos se ha abierto paso la justicia sigue esperando en un país sumido en una profunda crisis económica, política y social, gobernado por un mandatario ilegítimo e incapaz que ha colocado a la nación al borde de estallidos sociales de impredecibles consecuencias.
La masacre cometida esa fecha cada vez más lejana no es cosa del pasado, como algunos pretenden que así sea, ya que los delitos de lesa humanidad no prescriben. La impunidad de que gozan los responsables intelectuales y materiales de ese y otros hechos, además de que lastima a la sociedad en su conjunto es uno de los factores que hacen posible que desde el Estado se instrumenten actos represivos como los de Atenco y Oaxaca, por sólo mencionar dos de los casos más representativos, sin olvidar ejecuciones extrajudiciales y decenas de personas detenidas desaparecidas en los últimos años.
Existe un vasto cúmulo de documentos -en su momento, cuando la represión gubernamental estaba a la orden del día, la heroica revista POR QUE?, dirigida por el periodista Mario Renato Menéndez Rodríguez, plasmó en sus páginas información e imágenes incontrovertibles de lo ocurrido ese día-, testigos de los hechos y pruebas de otro tipo, que posibilitan aclarar la forma en que desde las esferas del poder se creó, organizó, entrenó y utilizó el grupo paramilitar conocido popularmente como Los Halcones.
Los Halcones fueron auspiciados en sus inicios por Alfonso Corona del Rosal, adscrito por cuestiones de presupuesto y cobertura al Departamento de Limpia del gobierno del Distrito Federal (ya bajo las órdenes del entonces regente Alfonso Martínez Domínguez), y dirigidos operativamente por el coronel Manuel Díaz Escobar, posteriormente premiado con un puesto en la Embajada de Chile y ascendido al grado de general por sus méritos en “campaña”.
Algunos elementos destacados de Los Halcones, integrado por jóvenes “lumpenes” y cuya columna vertebral la constituían ex militares, e incluso algunos en activo, provenientes de la Brigada de Fusileros Paracaidistas, fueron capacitados en Estados Unidos, Japón, Francia y Reino Unido.
La idea era entrenar a los jóvenes reclutados, no sólo físicamente, sino ideológicamente para combatir a los enemigos del país: los disidentes sociales. No en técnicas policiales de sometimiento, sino militares de ataque letal y de doctrina de seguridad nacional, hasta aniquilar o exterminar al enemigo. Estrategia que posteriormente el presidente Luis Echeverría utilizó en contra de la guerrilla y del pueblo en la llamada guerra sucia.
Cabe hacer un paréntesis para señalar que después de ser “desmovilizados” muchos de Los Halcones se dedicaron a robar y secuestrar, situación que se puede comparar, guardando las debidas proporciones y diferencias, a la de los “Zetas”, militares desertores al servicio del narcotráfico que recibieron entrenamiento especializado. Como se ve no se aprende del pasado.
Esa tarde del Jueves de Corpus -10 de junio de 1971-, en que el movimiento estudiantil, aún sacudido por la masacre del 2 de octubre de 1968, pretendía tomar nuevamente las calles de la capital de la República enarbolando demandas de carácter democrático y en solidaridad con jóvenes del estado de Nuevo León, el presidente Luis Echeverría Álvarez decidió nuevamente cortar de tajo, al precio que fuera, cualquier movimiento opositor independiente.
El saldo fue de decenas de jóvenes asesinados, además de que ese acto profundamente autoritario y represivo cerró, definitivamente, los caminos de la lucha política pacífica para muchos jóvenes y luchadores sociales que optaron por la vía armada en su búsqueda de construir una sociedad distinta, una sociedad socialista.
En México, la matanza de Tlatelolco, el “halconazo” del 10 de junio y la “guerra sucia”, son manifestaciones de una política sistemática, fría y cruelmente concebida, ideada, ejecutada y encubierta desde los más altos niveles del Gobierno Federal, cuyo propósito central fue privar de la vida, reprimir y exterminar a distintos grupos sociales opositores al régimen, para seguir manteniendo incólume un sistema de dominación y hegemonía ideológica y política.
La persistencia de la impunidad respecto a los delitos de lesa humanidad del 2 de octubre de 1968, 10 de junio de 1971 y los cometidos durante la llamada guerra sucia, es congruente con el comportamiento de los gobiernos del “cambio” que tienen en su haber diversos actos de represión en contra de movimientos sociales.
Cabe destacar que la actual estrategia, si puede calificarse como tal la incoherente y errónea política de la llamada “guerra” al narcotráfico, de seguridad pública del gobierno calderonista que ha dejado un saldo de más de diez mil personas ejecutadas y decenas de desaparecidos, ha retrotraído a México -que da tumbos en el intento de dirimir las contradicciones sociales en el marco pacífico de un régimen democráticamente formal- a un proceso autoritario que pone énfasis en soluciones policiaco-militares, con todo lo que eso implica.
Las víctimas de la represión durante el régimen priísta así como los que han padecido suerte similar durante estos nueve años de administraciones panistas (entre ellas las desapariciones forzadas de los eperristas Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Cruz Sánchez, del defensor de derechos humanos y luchador social Francisco Paredes Ruiz, de los dirigentes indígenas, el chatino Lauro Juárez y las hermanas triquis Virginia y Daniela Ortiz, entre otras. Sin olvidar a los asesinados e injustamente encarcelados de Atenco y Oaxaca, así como el sistemático hostigamiento y persecución a la protesta social en toda la República) exigen verdad, justicia y fin a la impunidad.
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