Félix Sautié Mederos
El mundo en que vivimos cada vez se torna más agresivo para la existencia de la humanidad e incluso de la naturaleza dentro de la cual nos desenvolvemos cotidianamente. En estas circunstancias se generaliza un sentimiento de desamparo y soledad, mientras que unos y otros tendemos a despedazarnos sin comprender que todo lo que nos rodea está en una espiral de franca destrucción: la naturaleza, la sociedad e incluso la civilización que hemos erigido en tantos siglos de historia humana.
A veces, es posible percibir la sensación de que muchos están sordos a lo que nos dicen y nos piden los demás que conviven en nuestra era y en nuestra dimensión espacio temporal. Es como si de repente, nos hubiéramos quedado sin la facultad de oír y asimilar los clamores que nos rodean. Y cuando los percibimos, entonces la sensación es de que lo que nosotros comprendemos otros lo entienden como si no estuviera sucediendo. Lo peor de todo es que por la magnitud de lo que acaece, ya no es posible considerarlo algo aislado.
En el muy intercomunicado mundo en que vivimos, cualquier problema se difunde y se magnifica con sólo producirse. Ya es muy difícil que algo que suceda en una dimensión específica no afecte a las demás. Ese es un resultado del fenómeno de la globalización que constituye un asunto mucho más serio y profundo de lo que nos imaginamos al respecto. A veces el día a día y las urgencias cotidianas nos hacen perder la noción holística de lo que sucede a nuestro derredor.
Ya en los tiempos del Israel, cuando se gestó el Cristianismo, este fue un problema de esencial preocupación para Jesús al responder al doctor de la ley que le preguntó sobre cuáles eran los mandamientos más importantes. Entonces, en una época en que estaban vigentes cientos de regulaciones morales, Jesús, pasando por encima de todo eso, le respondió que dos eran los mandamientos, uno el amor a Dios y el otro el amor al prójimo. Asimismo, en su Primera Epístola, Juan profundizó este concepto cuando planteó que “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.
Este es un viejo concepto planteado en el siglo I de nuestra Era, que adquiere en estos momentos una vigencia tan actual como si fuera devenido ley para esta época compleja que estamos viviendo. Las soluciones que necesitamos son radicales y no puede dudarse para su adopción porque las señales que nos está dando la vida y el planeta son muy fuertes.
Es una obligación, moral y de vida, no aislar en el desierto a las voces que desde diversas latitudes de nuestro mundo de hoy se alzan para advertirnos que el tiempo que nos queda está marcado y es muy corto para disponernos a salvar a la vida humana. Hay que detener las contingencias que tratan de ahogar al pensamiento, que no conceden razón a quienes no concuerdan con nuestras propias ideas.
Es necesario que todos participemos, que todos tomemos conciencia, que quienes aportan sus criterios para solucionar nuestros problemas deberían ser oídos, respetados y tomados en cuenta. Es un momento de todos, porque todos vamos en una misma nave que gira en el espacio sideral. En estas circunstancias, es imprescindible responder a la soledad y al desamparo que se generaliza por todas partes, con la solidaridad efectiva y con el amor sin límite. No hay otra solución posible.
fsautie@yahoo.com
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