Por Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora republicana
La cercanía de la apertura de sesiones del Congreso ha concentrado la curiosidad pública en la escenografía imprevisible del informe presidencial. Y con ello en el recordatorio memorioso de lo ocurrido en ocasiones semejantes desde 1988. Casi dos decenios de turbulencia e innovación parlamentaria.
El haberme visto envuelto en momentos culminantes de ese transcurso hace que sea requerido incesantemente por los comunicadores. Sirvan estas reflexiones para cumplimentar algunas de las interrogantes que no he podido responder.
La comparecencia del Ejecutivo ante las Cámaras ha sido el termómetro más indicativo de la transición. Las primeras interpelaciones señalarían el fin del mito presidencial y el comienzo del cambio democrático, los escándalos posteriores darían testimonio de conflictos no resueltos y las ceremonias más civilizadas serían el reflejo de los avances democráticos alcanzados.
En términos generales ha existido una relación dialéctica entre el formato congresional y la realidad política del país. Más allá de los excesos y aun las complicidades, los hechos han sido una expresión de la sustancia, del nivel de acuerdo entre los actores políticos y la legitimidad de los gobernantes. Así, el tremendo retroceso que hoy afrontamos deriva de la ruptura de los pactos de la transición.
Los argumentos que se esgrimen en cada circunstancia son posicionales. Los de quienes ejercen hoy el poder se asemejan a los que ayer sostenían quienes lo detentaban, los que esgrimen los acomodaticios también y con mayor razón las tesis de los agraviados. Por ejemplo: en la lógica de fortalecer un presidencialismo averiado, el PAN propuso recientemente mantener intacto el ceremonial pero trasladarlo al primero de febrero; por su parte, la oposición aceptaría un cambio escénico en correspondencia con el régimen de gobierno que se adopte.
Pareciera haber llegado la hora de la verdad. La ruptura en serio del sistema o su reforma cabal. La disfunción a perpetuidad no es una hipótesis deseable ni sostenible. En la experiencia española estarían de un lado las hordas de Tejero y del otro los pactos políticos que condujeron a una nueva constitucionalidad y a un consenso nacional perdurable. Si la clase política mexicana no sirve para esa tarea, debiera ser jubilada.
Frente a situaciones tan ambiguas las opiniones suelen ser contrapuestas aun en el seno de cada bando. Obedecen a objetivos diferentes y esconden a menudo un doble lenguaje que ha mermado la confianza de la sociedad. En los extremos se sitúan quienes buscan sortear la coyuntura en beneficio propio y quienes desean aprovecharla en aras de profundas transformaciones.
En ese contexto la posición adoptada por el Frente Amplio Progresista merece consideración. Eliminada, por acuerdo con el PRI, la eventualidad de un período extraordinario, la apertura de sesiones deberá celebrarse en los términos precisos establecidos por la Constitución. La actitud de las bancadas y los acuerdos parlamentarios consecuentes estarían determinados por tres condiciones explícitas, tendientes a transparentar el pasado, poner un alto a la impunidad y encarrilar el futuro.
En primer término, la anuencia del partido del gobierno para que no se destruyan las boletas electorales, que son documentos públicos por antonomasia, ya que contienen la expresión de la soberanía popular. En seguida, la creación inmediata, mediante el acuerdo de las fuerzas políticas, de una Comisión de la Verdad que esclarezca las anomalías del proceso electoral que culminó el dos de julio del 2006.
El compromiso a fondo de todos los actores con la reforma del Estado, con el alcance pactado por el propio Congreso. No se trata sólo de una nueva legislación electoral, que garantice la continuidad institucional del país, sino de la democratización de los medios de información y definiciones específicas en torno a la forma de gobierno, la descentralización política, la reforma de la justicia, los derechos humanos y las garantías sociales.
El ofrecimiento de un debate con los legisladores que ha avanzado Calderón se compadece en apariencia con nuestra antigua propuesta de parlamentarizar el sistema. Se produjo dos días después de que sugerí en esta columna una doble comparecencia: la ceremonial y la de análisis y discusión del informe. No es válido, sin embargo, tomar el rábano por las hojas: utilizar el poder de los medios para simular un escenario democrático y eludir el compromiso con la renovación política y social del país.
A nada lleva un concurso de oratoria que podría terminar en pandemónium. No serviría siquiera para legitimar un gobierno surgido de la manipulación del sufragio; lo que nos compete a todos es liquidar el autoritarismo corrupto y edificar la nueva arquitectura del Estado.
Para que la democracia prospere se requieren demócratas. Dirigentes honestos y de valor civil a toda prueba. Que sean capaces de tensar la cuerda y ganar la partida. Los momentos históricos revelan la pasta con la que cada quien está construido. Esperamos vivirlo para saberlo.
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