Carlos Fernández-Vega
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Contra toda lógica de mercados abiertos, que tanto gusta promover en el discurso, el gobierno de Estados Unidos intenta aplicar un nuevo conjunto de disposiciones antinmigrantes de corte fascista, con un solo fin: persecución y expulsión en nombre, dice, de la “seguridad nacional”, aunque para lograrlo entre las patas se lleve, más allá de los derechos humanos, una parte central de la actividad económica, en buena medida sustentada en la mano de obra que pretende fumigar.
Redadas, muros, militarización fronteriza y demás acciones para “resolver” una realidad que obligadamente merece respuestas y actitudes inteligentes, que no es el caso del gobierno estadunidense. Dichas acciones no han evitado, ni lo harán, el creciente flujo de mano de obra latinoamericana, especialmente mexicana, un tema tajantemente excluido de los tratados bilaterales, cuando tendría que ser el primero en las negociaciones.
A ese interminable inventario de ocurrentes “acciones” antinmigrantes del gobierno estadunidense, corresponde una realidad concreta, documentada por la Oficina del Censo de aquel país: a estas alturas, más de 44 millones de “latinos” (como les llaman allá), mayoritariamente mexicanos, viven en el vecino del norte, y cuando menos 12 millones de ellos permanecen de forma indocumentada.
Si de tiempo atrás, como la realidad obliga, se hubieran sentado a negociar un tratado migratorio benéfico para las partes involucradas, otro sería el ambiente. Para ello se requiere inteligencia, que brilla por su ausencia en el gobierno estadunidense, especialmente durante la administración Bush. Lo cierto es que con persecución y terror no resolverán nada.
En vía de mientras, el Banco Interamericano de Desarrollo, el BID, nos ofrece un paseo por dicha realidad: los emigrantes están trazando un nuevo mapa de los mercados laborales mundiales. Más de 25 millones de emigrantes latinoamericanos y caribeños forman parte de una enorme y creciente diáspora. De ellos, alrededor de 22 millones se encuentran en las economías desarrolladas de América del Norte, Europa y Japón, mientras de 3 a 5 millones trabajan en países limítrofes de América Latina y el Caribe. Por ejemplo, ahora existe una importante concentración de bolivianos en Argentina, nicaragüenses en Costa Rica, guatemaltecos en México, haitianos en República Dominicana, colombianos en Venezuela y peruanos en Chile.
Si bien el aumento más rápido en el porcentaje de remesas a América Latina y el Caribe corresponde a Europa occidental (España, Italia y Portugal, y Japón para el caso brasileño), Estados Unidos sigue siendo el principal destino para trabajadores migrantes de América Latina y el Caribe. Al menos 12 millones de adultos de esta región envían dinero a sus familiares de forma regular, generalmente una vez por mes (además, entre 2 y 3 millones lo hacen ocasionalmente).
Este proceso permanente implica que ingresan a la región más de 40 mil millones de dólares anuales en concepto de remesas procedentes de la primera economía del mundo. Este desplazamiento de mano de obra a través de las fronteras constituye un mercado internacional en el que las personas se mueven racionalmente hacia los lugares donde hay empleo. Sin embargo, lo que motiva este proceso es una conexión fundamentalmente humana: los trabajadores emigran para mantener a los miembros de su familia y asegurar su futuro en su país de origen.
El proceso es también claramente empresarial. Frente a la creciente limitación de oportunidades observada durante las últimas dos décadas en los países de origen, los trabajadores de América Latina y el Caribe –en especial los procedentes de áreas rurales– han pasado por alto sus propias ciudades y se han trasladado directamente fuera de sus fronteras nacionales. Al igual que los empresarios que buscan mercados en todo el mundo, los trabajadores extranjeros cruzan con el fin de encontrar ventajas comparativas.
Desde este punto de vista, los remitentes de remesas y sus familiares están forjando un nuevo tipo de familia –la trasnacional– que vive entre dos culturas, dos países y dos economías de forma simultánea. Este patrón y esta nueva ola de movilidad laboral difieren de los anteriores. Durante el último cuarto de siglo la migración internacional ha aumentado a un ritmo cuatro veces mayor que el del crecimiento de la población mundial. Cada año, millones de personas dejan sus pueblos y ciudades en países en desarrollo en busca de trabajo y un mejor nivel de vida para ellos y su familia. Hoy el número de emigrantes económicos (aproximadamente 180 millones) equivale a la población del sexto país más poblado del mundo.
En la última década se han adoptado muchas reglas y mecanismos para facilitar el comercio internacional, las inversiones y la comunicación. Es necesario hacer lo mismo para las personas que emigran. Aunque en los últimos años alcanzar este objetivo se ha vuelto más complicado por cuestiones de seguridad en las fronteras, nadie puede pretender seriamente la repatriación de los trabajadores indocumentados: se verían perjudicados numerosos sectores económicos de demasiados países desarrollados. Por ello, las leyes de inmigración deben reflejar la realidad de los nuevos mercados laborales de las economías globalizadas.
El rápido avance del mercado de remesas en América Latina y el Caribe es precisamente el resultado del creciente flujo migratorio hacia países desarrollados en busca de empleo y no debería ser, por tanto, motivo de regocijo. Es necesario comprender que estos flujos no son ni caridad ni ayuda exterior. Las remesas derivan del pago que reciben los trabajadores a cambio de los servicios que prestan.
Las rebanadas del pastel
Y si el gobierno estadunidense no ha entendido nada, el mexicano tampoco: sólo hay que registrar el brutal trato que da a los inmigrantes centroamericanos, quienes sólo buscan mejores condiciones de vida, como los nuestros en el norte… y mientras todo eso sucede, se tambalea “la sólida estabilidad económica” pregonada por el inquilino de Los Pinos.
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