Jorge Camil
En política las decisiones equivocadas son usualmente irreversibles. Ahí está la gorra militar con cinco estrellas. Pero en esta ocasión Felipe Calderón, con mucho tino, desautorizó a su partido y salvó a su gobierno en el último minuto. La invitación original, un tarjetón cursi, bordeado por un mosaico de colores con supuesto membrete de Felipe Calderón, y por supuesto de Acción Nacional, circuló hasta el día anterior al evento invitando a panistas y simpatizantes a celebrar el primer Informe de gobierno en el Auditorio Nacional, convertido por obra y gracia del señor Vicente Fox en recinto oficial del panismo nacional. Al desautorizar a su partido Calderón, que continúa ganando espacios y buena voluntad, se salvó milagrosamente del síndrome de “presidente panista”, una situación que le hubiera arrebatado el beneficio de la imparcialidad, y que es inconsistente con el cargo de Presidente de la República.
De haber festejado el Informe en la ¿cómoda? compañía de sus correligionarios hubiera continuado atado, como muchos de sus simpatizantes, a la sombra del que fue por 71 años el gran partido político nacional. El síndrome es difícil de sacudir, porque los panistas no hicieron la Revolución ni fundaron el sistema político generado por el movimiento armado que habría de lanzar a México a la modernidad. Así que les está costando mucho trabajo cambiar el sistema, inaugurar nuevas rutas y evitar errores del pasado. Y como aún no fundan nada, como no sea la confusión, se encuentran incómodos en la silla del águila, la misma que ocuparon por breves instantes de nuestra historia patria Francisco Villa y Emiliano Zapata. (Hablando de revolucionarios Ramón Beteta, uno de los más inteligentes ideólogos y estrategas del PRI, solía decir que, como los “revolucionarios” habían ganado el poder a balazos, los panistas solamente se los podrían arrebatar de la misma manera: ¡a balazos!) Eso explica quizá por qué en 2000, cuando obtuvieron la Presidencia más por rechazo al PRI que por méritos propios, y hoy, que accedieron por segunda ocasión al Poder Ejecutivo, aunque inmersos en una nube de sospecha, siguen comportándose como políticos minoritarios. Los marcó para siempre la “brega de eternidad”, el esfuerzo estéril de luchar denodadamente por una meta inalcanzable. Vivían felices en esa tarea de sufrimiento, como sus antecesores vivieron con resignación franciscana el martirologio de la Cristiada. Lo suyo, hasta que vayan apareciendo actos institucionales de gobierno como el de Felipe Calderón, continuará siendo el pasado, la derrota electoral, el confesionario. La persecución religiosa. No se les quita el alma de santos, pero tampoco acaban de adquirir la de presidentes de la República.
Cuando Fox tuvo la oportunidad histórica de entrar por todo lo ancho de la puerta mariana a Palacio Nacional tomó posesión en el Palacio Legislativo, para cumplir con el protocolo y las disposiciones constitucionales, pero inmediatamente después se escapó por la puerta trasera para celebrar su triunfo histórico en el Auditorio Nacional en una verbena panista, rodeado de amigos, partidarios, crucifijos, empresarios, estandartes y simpatizantes: sus feligreses.
Hoy, de no mediar la oportuna decisión republicana de Felipe Calderón, se disponían a lo mismo: a salirse de la foto y continuar ensanchando la división entre los dos Méxicos; a seguir promoviendo el legado execrable de Vicente Fox: un país cuadriculado por derechas e izquierdas, norte y sur, ricos y pobres.
Finalmente Calderón, con prudencia y oficio político, decidió que si los perredistas insistían en atrincherarse en San Lázaro él dictaría su mensaje a toda la nación en la sede oficial del Ejecutivo, que es Palacio Nacional. (A fin de cuentas los perredistas, actuando peor que los panistas que pugnaban por la división, y desperdiciando una oportunidad histórica, optaron por abandonar el salón de plenos.) Como un favor se paga con otro, y considerando la flexibilidad de Calderón, la noche anterior al informe Ruth Zavaleta, presidenta de la Cámara de Diputados, declaró en entrevista con Carmen Aristegui que estaba dispuesta a recibir a Calderón en el salón de plenos, para que entregara su informe escrito en la tribuna del Palacio Legislativo. Y con ese pragmatismo que caracteriza a las mujeres inteligentes, la diputada reconoció, frente a la terquedad de sus correligionarios, que Calderón era el Presidente Constitucional de México y ella estaba obligada a tratarlo como tal.
Al final, Calderón subió a la tribuna y entregó su informe escrito tras una breve alocución sobre su obligación constitucional. El salón, sin la presencia de los perredistas, se veía desairado. En ausencia de Zavaleta, el documento lo recibió el panista Cristian Cataño. No hubo el tradicional toque de bandera ni el Himno Nacional al arribo del presidente. Lástima. El plan anunciado por Zavaleta, y la tolerancia institucional mostrada por Felipe Calderón, hubiera sido una oportunidad para ir ganando espacios y construir a paso de tortuga la democracia que tenemos muchos años esperando.
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