Luis Hernández Navarro
La industria del entretenimiento montó este martes uno de sus más ambiciosos espectáculos en años. Los usufructuarios de concesiones radioeléctricas y algunos de los más destacados personajes de su segmento informativo protagonizaron, el pasado 11 de septiembre, un verdadero reality show en cadena nacional. En él, asumieron el papel de voceros públicos del interés nacional y de adalides de la libertad de expresión, amenazados, según ellos, por la reforma electoral promovida por el Poder Legislativo.
El enfrentamiento entre la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT) y el Senado anuncia un nuevo capítulo de la teleguerra sucia. Las lágrimas de cocodrilo que la mediocracia ha derramado lamentando las modificaciones a la Constitución que impiden a los partidos políticos contratar tiempos pagados en medios, y prohíbe a las personas públicas y privadas contratar mensajes en radio y televisión, es el prolegómeno de un ajuste de cuentas mucho más grande con la clase política.
El pleito entre conductores, concesionarios y legisladores en cadena nacional es, por principio de cuentas, una disputa por una parte de la renta. En los pasados comicios, los partidos destinaron casi 70 por ciento de los millonarios recursos que recibieron como prerrogativas por parte del Estado para financiar sus campañas, a la contratación de espacios en radio y televisión.
Pero, el pulso entre un poder fáctico y el Congreso de la Unión va más allá de una mera cuestión monetaria. La cruzada de los señores de los medios contra la partidocracia es, también y simultáneamente, una representación de la crisis y una muestra más de la crisis de representación que vivimos.
El 11 de septiembre, frente a cámaras de televisión y micrófonos, uno de los conductores televisivos advirtió a los senadores que los políticos profesionales están más desacreditados que sus empresas. La aseveración es cierta. La clase política no disfruta de buena reputación. Junto con la policía, se encuentra en uno de los niveles más bajos de estima ciudadana. Los ciudadanos no tienen confianza en sus representantes.
Esta crisis de representación ha propiciado que los medios de comunicación electrónicos asuman un liderazgo efectivo. Con frecuencia han sustituido a los partidos. Una muestra de ella se vivió con la convocatoria a la movilización ciudadana contra la inseguridad pública el 27 de junio de 2004. Pero más allá de situaciones excepcionales, este papel se corrobora, día a día, cuando los conductores de radio y televisión excomulgan, pontifican o exaltan de acuerdo a la conveniencia del momento. No sólo informan sino que, indistintamente, editorializan, enjuician y condenan. Se comportan, en los hechos, como un nuevo Ministerio Público, como un vehículo de justicia popular instantánea capaz de canalizar la indignación de la audiencia ante los funcionarios públicos.
Hasta ahora, el enorme poderío mediático y cultural de las televisoras y radiodifusoras en México parecía no tener contrapeso. El chantaje de la ley Televisa en la marco de la contienda electoral de 2006 fue el rubí en la corona de esta fuerza. Una fuerza que se presenta en sociedad como la reserva moral de la nación, como un poder al que partidos y políticos deben rendir pleitesía.
Más allá de sus evidentes limitaciones y del fortalecimiento a la partidocracia, la reforma electoral aprobada por el Senado pone un coto real a un poder fáctico sin contrapesos. De allí la virulencia con la que los empresarios de la industria del entretenimiento han enfrentado la situación adversa.
La respuesta de la mediocracia ante la reforma electoral parece sacada de una telenovela. Sueña con hacer de la realidad una calca del mundo virtual. Para defender sus intereses específicos, sus ganancias y poder, se disfraza de representación genuina de la ciudadanía, usurpa la voz pública, alerta contra la estatización y habla en nombre de la libertad de expresión. Con el pretexto de defender una reforma electoral de más largo aliento –indudablemente necesaria– apuesta a preservar sus privilegios.
Como añadido, en esta ocasión, los radiodifusores comerciales han ido aún más lejos. Envolviéndose en la bandera de la democracia participativa han propuesto que se efectúe un referéndum, al que pomposamente llaman de la “Libertad”. Ellos, que aplaudieron la secrecía y la rapidez con la que se aprobó la ley Televisa en 2006, que no presentaron objeción alguna al albazo legislativo del que nació la Ley del ISSSTE este año, y que ni por asomo quieren consultar a la población sobre el aumento a la gasolina, pretenden ahora que se le pregunte a la ciudadanía qué piensa de esta reforma electoral. Pero, aunque el lobo se vista de cordero, se le ve el plumero. Tanta y tan súbita vocación democrática no es más que un recurso para ganar tiempo y tratar de conservar la parcela de poder que habían conquistado.
La reforma electoral aprobada tiene grandes limitaciones. Sin embargo, éstas no impiden reconocer que, con ella, se revierte, en principio, la subordinación de los partidos políticos a la lógica y los intereses de las grandes compañías mediáticas. De allí la rabiosa respuesta de los radiodifusores. Una reacción que nos recuerda que, parafraseando la célebre telenovela, la mediocracia también llora.
Pero no llora porque la madre se le está muriendo y no tiene acceso a la salud, no llora porque no tiene qué darle de comer a su hijo, no llora porque a su hija se le negó la entrada a la educación superior, no llora porque se le inundó su choza y se quedó en cueros en la calle, no llora porque su hermano tuvo que irse a exponer su vida buscando una oportunidad de trabajo del otro lado de la frontera, no, llora porque ya no va a tener cientos de miles de millones de pesos extraídos del erario de todos los mexicanos. ¡Vaya llanto de canallas!
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