Adolfo Sánchez Rebolledo
La reforma electoral, cuyos términos fueron discutidos y aprobados en lo esencial por el Senado, luego de varias semanas de tormentosos debates extraparlamentarios, es la modificación más profunda introducida desde la famosa “reforma definitiva” de 1996. Queda pendiente un trecho del análisis legislativo, pero a estas alturas puede decirse que el dictamen aprobado arroja un saldo positivo en términos generales, pues ha tocado algunos de los temas espinosos que estaban pendientes, sobre todo los relativos al financiamiento de las campañas políticas y el uso electoral de los medios electrónicos de comunicación, cuestión clave si las hay. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido hace 11 años, cuando la voluntad reformadora de los partidos fue reconocida y saludada por la mayoría de los actores sociales e intelectuales como un avance, ahora, en cambio, la modificación constitucional se realiza en medio del escándalo y las acusaciones en contra de la llamada “partidocracia”, a la que se ubica como única beneficiaria del proceso de ajuste legal en curso, peligrosa falacia destinada a contaminar el ya de por sí envenenado ambiente nacional. Y es que, en rigor, tampoco se trata de ejecer la crítica necesaria a la actuación de éste o aquel partido, cuyas debilidades nadie cuestiona, sino de algo más grave y significativo: otra vez resurge en México la desafiante tendencia a imaginar el funcionamiento institucional sin mediaciones, como resultado de la hegemonía de los intereses particulares sobre el conjunto de la sociedad.
La recuperación que hizo el Congreso de sus atribuciones constitucionales, usurpadas bajo el viejo presidencialismo, es vista, a la inversa, como un retroceso “parlamentarista” y no como un imperativo de la reforma del Estado exigible hoy, actualizada por la amarga experiencia de la sucesión de 2006 y el desastre foxista, cuyas lecciones algunos no se atreven a extraer sin ocultar cierta nostalgia por el pasado. Se ha llegado al extremo de asegurar, como escribe el politólogo Luis F. Aguilar (Reforma, 12/09/07) que “la democracia sepultó el presidencialismo y engendró la partidocracia que es la dueña de las Cámaras que son las dueñas de la política nacional (...) Los legisladores de ahora, como la Presidencia de antaño, se han vuelto socialmente independientes, intocables, autónomos. Sin embargo, han comenzado ya a escuchar pasos en la azotea (sic en clara alusión a la campaña mediática en curso inaugurada contra la “remoción” del Consejo General del IFE). Septiembre puede comenzar a ser el principio del fin de la soberanía de las Cámaras”.
Ideas semejantes surgieron durante el debate sostenido el martes por los voceros de la industria de la radio con los senadores. A la propuesta de usar los tiempos oficiales en la campañas, en vez de gastar ingentes sumas para ello, algún asesor refirió que era como un “mecanismo de la era soviética para mantener el status quo de los grandes partidos”. La imprecisión como norma, la desconfianza como única fuente de credibilidad: la palabra “expropiación” se pronuncia con la boca llena, conjurando a los fantasmas del pasado. Acaso por ello el locutor Pedro Ferriz de Con fabricó la frase del día al señalar: “Estamos absolutamente en sus manos, somos de ustedes, ésta es una concesión del país y el país es suyo”. Nada que agregar a tamaña arrogancia. En una mentalidad donde solo cabe ser “dueño” o vasallo es imposible vislumbrar el “interés público”, aun cuando el tema sean las concesiones de un bien de la nación o el permiso del Estado para utilizarlo.
Es obvio que una democracia moderna y consolidada requiere de la existencia de medios profesionales y respeto riguroso a la libertad de expresión, pero nada indica que el único modelo válido y legítimo para las campañas electorales sea el que favorece el esquema comercial tristemente admitido hasta hoy. Hay otras experiencias exitosas en el mundo para probar que es posible hacer las cosas de manera diferente. Y si, hasta dónde se entiende, el objetivo de la reforma actual es velar por el mejor funcionamiento de las instituciones democráticas, no preservar el negocio cautivo de las empresas, ¿por qué no intentarlo? Identificar la libertad de mercado con la libertad de expresión ha sido y es hasta hoy la suprema “filosofía” de los “dueños”, pero ésta no tiene por qué convertirse en la piedra angular de la actuación del Estado en favor de los intereses generales de la sociedad, como, por desgracia, ha venido ocurriendo en variados aspectos de la vida pública.
Hay grupos privados que siguen anclados en el pasado o, peor, alientan “recomposiciones” excluyentes para el futuro. Se dicen demócratas, pero en el fondo no ven con buenos ojos un régimen de partidos plural, fuerte, representativo, capaz de disputar el poder y gobernar sin el acoso permanente de los intereses fácticos. En cierto sentido, podría pensarse que en ese camino han ido demasiado lejos, si tomamos en cuenta el famoso decretazo de Fox y el intento de ajustar las leyes de comunicaciones, radio y televisión al tamaño de sus libros contables, pero la ambición mueve montañas. Y esta campaña apenas comienza. Ojalá y los legisladores mantengan sus posturas sin ceder a las presiones. Eso se espera de ellos.
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