Gilberto López y Rivas
La publicación de la primera parte de un texto de Héctor Aguilar Camín –“Regreso a Acteal” (Nexos, octubre de 2007)–, que motivó una reacción de Luis Hernández Navarro en las páginas de nuestro periódico (“El retorno de Galio Bermúdez”, La Jornada, 9/10/07), así como intercambios epistolares en El Correo Ilustrado al respecto con un ex miembro de la Liga 23 de Septiembre que devino en empleado de la Secretaría de Gobernación, obligan a una definición de quienes ocupamos cargos de representación popular en el momento en que se cometió ese crimen de lesa humanidad.
Como presidente en turno de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), y con la asesoría de la abogada Digna Ochoa, presenté el 30 de abril de 1999 una demanda en la Procuraduría General de la Republica (PGR) acerca de la existencia en Chiapas de grupos paramilitares, uno de los cuales había perpetrado la masacre de Acteal en diciembre de 1997. En la demanda denuncie la puesta en práctica de una estrategia de guerra irregular o contrainsurgente por militares mexicanos, adiestrados algunos de ellos en la Escuela de las Américas, como el ex comandante de la séptima Región Militar, Mario Renán Castillo. La demanda considera la presencia de militares o ex militares en la masacre de Acteal en relación directa con mandos de la Sedena. Uno de ellos fue identificado como Mariano Pérez Ruiz, quien en junio de 1998, bajo el expediente 96/98, declaró y admitió ante la PGR “que ex funcionarios y líderes del PRI son responsables de contratar militares y policías para instruir en el manejo de armas y estrategia paramilitar a comunidades indígenas de Chenalho”, pero agregó una aclaración significativa: “es cierto que declaré en ese sentido, fue debido a que los elementos de la Policía Militar me obligaron a declarar de esa forma, pues si no lo hacía me iban a desaparecer, además todavía era militar activo y tenía que acatar las órdenes de un superior.”
En la citada demanda estipulaba que “los paramilitares son ahora la fuerza de contención activa en Chiapas. Mientras que el Ejército se ha desplegado como una fuerza de contención pasiva, los paramilitares han estado dedicados a hostigar con acciones armadas a las bases de apoyo zapatistas, a líderes agrarios y a obispos y sacerdotes de la diócesis de San Cristóbal. La cooperación de los militares y policías supondría la aplicación de una táctica militar de contraguerrilla conocida como ‘yunque y martillo’, la cual consiste en que el ejército e instituciones policiacas adoptan la función de fuerzas de contención (yunque) y permiten realizar la función de golpeo de los grupos paramilitares (martillo) contra el EZLN y sus simpatizantes.”
Los grupos paramilitares son aquellos que cuentan con organización, equipo y entrenamiento militar, a los que el Estado delega el cumplimiento de misiones que las fuerzas armadas regulares no pueden llevar a cabo abiertamente, sin que ello implique que reconozcan su existencia como parte del monopolio de la violencia estatal. Los grupos paramilitares son ilegales e impunes porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste entonces en el ejercicio ilegal e impune de la violencia del Estado y en la ocultación del origen de esa violencia. Existen víctimas, hechos de sangre, como el de Acteal, pero ningún gobierno mexicano ha reconocido nunca la existencia de grupos paramilitares, porque sería reconocer la paternidad de esas masacres y actos represivos.
Nunca se reconoció, por ejemplo, la existencia de la Brigada Blanca, acaso la organización paramilitar clandestina más importante que creó el gobierno mexicano para aniquilar a la guerrilla urbana entre 1976 y 1983. La Brigada Blanca tuvo su cuartel general en el Campo Militar Número Uno y fue dirigida por dos coroneles del Ejército Mexicano. Era una organización policiaco-militar en la que participaban la Dirección Federal de Seguridad, la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, la Policía Judicial Federal y la Policía Judicial Federal Militar. Fue responsable de la desaparición de cerca de 500 personas y de la muerte de la mayoría de los integrantes de la guerrilla en ese periodo. Ninguna muerte se investigó. Ningún miembro de la Brigada Blanca fue arrestado en esos años o señalado por el Estado como responsable de ningún delito. Los halcones fueron uno de los primeros grupos paramilitares que se crearon por iniciativa de oficiales del Ejército, además de los militares que actuaron de civiles en el Batallón Olimpia el 2 de octubre de 1968. Los integrantes del primero eran jóvenes pandilleros con entrenamiento y jefatura militar, dedicados al control, infiltración y destrucción del movimiento estudiantil. Está plenamente documentado que este grupo fue creado por un coronel del Ejército Mexicano, cuyos servicios fueron premiados después con la impunidad y el ascenso militar. Ha sido documentado también que en su definición de misiones y coordinación participaron autoridades del entonces Departamento del Distrito Federal, la Secretaría de Gobernación y de la Defensa Nacional.
Junto con la demanda presenté documentos probatorios o de sustentación de la misma, dentro de los cuales estaba el Manual de guerra irregular, editado por la Sedena, en la que se denomina como “personal civil” a los paramilitares bajo el mando castrense, así como informes de la Sección Segunda del Ejército (Inteligencia Militar) que probaban la infiltración de ésta en grupos de la sociedad civil chiapaneca y de la diócesis de San Cristóbal. Obviamente la demanda no prosperó y la fiscalía creada para investigar a los llamados eufemísticamente por la PRG “grupos de civiles presuntamente armados” desapareció sin pena ni gloria. Ahora, Aguilar Camín y su defensor de oficio denominan a los paramilitares “grupos civiles de autodefensa”, en lo que parece ser el encubrimiento intelectual de un crimen de Estado.
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