Rolando Cordera Campos
Preguntarse por la viabilidad de México parecía una ocupación fútil. Con democracia y apertura al mundo, se decía, el país tenía todo para no repetir los descalabros que marcaron el fin del ciclo de la Revolución e impedir que en su horizonte apareciera el espectro de otra ruptura violenta.
Hoy, sin embargo, acosado por una improductividad pasmosa, México encara la evidencia de sus limitaciones y pierde lugares en el ranking mundial del desarrollo, mientras los profetas anuncian que el fin llega, con el agotamiento de las reservas petroleras y la emigración masiva creciente, mientras los ductos que quedan sirven para prácticas de demolición de los bomberos que hayan decidido no irse p’al norte.
La pregunta por su futuro no es por esto trivial, ni la respuesta a ella puede darse por sabida. Las certezas que nos ofrecía la combinatoria de mercado abierto y democracia dejan paso a la incertidumbre sobre las virtudes del mercado realmente existente, en tanto que la democracia camina desnuda a la vista de todos, exhibe sus fallas y hace evidentes los abusos que su diseño, considerado como definitivo y por tanto inamovible, ha propiciado.
La reforma del Estado podría ser la brújula para empezar a salir del laberinto, pero sin dar muestras fehacientes de que eso tan veleidoso como la voluntad política en efecto está detrás de los empeños de partidos y legisladores por cumplir con su ley reformista. Una vez pasado el primer tramo, más amargo que lo que se esperaba debido a la inaudita reacción de los concesionarios de la radio y la televisión y otros empresarios, parece obligado admitir que se abrió el camino pero que éste tendrá que hacerse al andar, sin plan maestro a la mano y frente a mil y una adversidades, casi todas pesadillas de nuestros propios despropósitos.
Poner en el centro de la mesa política las carencias de la sociedad debía ser el principio de toda deliberación destinada a producir decisiones de Estado, pero si se queda en un reconocimiento rutinario y cínico de la pobreza que nos embarga no servirá de nada, ni siquiera de acicate para que la caridad cristiana sea retomada como virtud cardinal. Guste o no, el resbaloso tema de la forma de desarrollo, adoptada a finales del milenio y la política económica diseñada para concretarla en estrategia e instituciones, debe ponerse también sobre la mesa.
No hay foros institucionales adecuados para intentar revisiones como éstas. El Congreso vive al día y los partidos se sumergen en la disputa de trincheras por un poder efímero que el imperio de la inercia vuelve virtual. De aquí la facilidad con que se impone la costumbre sobre la sensibilidad y el reconocimiento de la emergencia, y se adopta como lema fúnebre la fórmula de Juan Gabriel: “pero qué necesidad, para qué tanto problema”.
La falta de crecimiento no es un accidente de la globalización sino una elección hecha por las elites del acomodo, cuya “preferencia revelada” es la mediocridad productiva en aras de la ganancia financiera. Ahora se le edulcora con la oferta navideña de que con la reforma fiscal la economía producirá, agárrense, ¡50 mil empleos adicionales!
Demostrar al país, a sus dirigencias y fuerzas principales que más que una preferencia por la estabilidad es una apuesta por la inviabilidad de la nación y su transmutación en territorio de señores de la guerra y narcotráfico, es tarea urgente que debía ocupar al Congreso y los partidos. Y a las universidades, de nuevo asediadas por los señores de la tijera presupuestal y sus consejeros parisinos de la OCDE.
Frente a esto urge recuperar la iniciativa de un consejo económico y social y otras mediaciones similares para modular el conflicto social y dar cauce a iniciativas de reforma y revisión de la política económica. Una conferencia económica nacional, convocada por el Congreso y las universidades, por ejemplo, permitiría devolver al presupuesto su dignidad clásica y rescatarlo de los grotescos juegos del maquillaje hacendario o de las ocurrencias desveladas de los diputados sobre los precios futuros del crudo. Podríamos acercarnos con seriedad al tema urgente del seguro del desempleo o a la renta básica sin caer en las supercherías financieras que todo lo descuentan para empezar la posibilidad de cambiar cuando en ello nos va no el futuro sino el presente.
Imaginar espacios como éstos, para llenarlos de actividad intelectual con ambición de largo plazo, debía ser vista también como tarea de una reforma del Estado que asume que su origen está en la crisis del propio Estado, que va rumbo a una catástrofe social y económica. No se trata de hacerla de Casandra tropical, pero el tiempo pasa y corre contra nosotros.
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