El obispo brasileño don Pedro Casaldáliga decía del obispo de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo, ya fallecido, que había sido “un ejemplo de santidad política, de una santidad inteligente que trata de identificar las causas y las estructuras de las injusticias, para reaccionar rápida y efectivamente contra la agresión injusta”. Así fue caminando por la historia, fiel a sus amigos, luminoso y cálido en su palabra, intransitable en su compromiso.
El obispo ecuatoriano Leonidas Proaño consideraba que la diócesis de Cuernavaca, con Méndez Arceo a la cabeza, se constituyó en la conciencia crítica de México. Don Sergio, decía, “está expuesto, valiente, solo, con esa soledad de los que no desean claudicar, de los que no buscan acomodarse y traicionar”.
Fue elegido miembro del Tribunal Permanente para los Pueblos por su sabiduría, por sus conocimientos de historia, por sus perspectivas éticas, por su autoridad religiosa y por su compromiso con las causas de los pobres.
Sabía que nunca hay un cambio milagroso de los corazones y que cada generación puede dar solamente un paso. En un México sordo y ciego al sufrimiento de sus pobres, don Sergio alimentó la espiritualidad de la libertad, de la personalización, de la socialización, de la lucha contra todo conato de opresión por parte de los grupos oligárquicos y poderosos.
De ahí aquellas misas –en su catedral de paredes desnudas– que no conservaban solamente su valor ritual, sino que estaban llenas de contenido histórico y de compromiso social, que lo mismo congregaban a católicos que a no católicos, y que siempre tenían sabor a pueblo. Sus misas no eran solamente rituales, sino que presentaban como necesaria la toma de conciencia en la lucha por la justicia y por la liberación de los pobres. Una asistencia a esa misa, sin que partiera de aquella exigencia acosadora del libro del Éxodo, la liberación del pueblo, era falsa, incomprensible y nociva.
Don Sergio no era un espectador pasivo del destino del hombre, como no lo fueron otros profetas. Anunciaba que el fin del hombre es llegar a ser plenamente humano. Mostraba a los hombres las alternativas que pueden elegir y las consecuencias de esa elección, pero siempre dejaba que fuera el hombre el que decidiera, por sus propias acciones, la elección de sus alternativas. Se oponía y protestaba cuando la política y la sociedad tomaban el camino equivocado, y lo decía sin ambages.
Jamás abandonó a su pueblo. Al contrario, fue la conciencia de su pueblo cuando los demás callaban. Incluso, alguna vez, abandonó la reunión de la Conferencia Episcopal cuando no estuvo de acuerdo con algún juicio o con alguna decisión. Los profetas, como don Sergio, no piensan sólo en términos de salvación individual, sino de salvación de la sociedad. No en el otro mundo, sino en éste. Su tarea es luchar para establecer una sociedad gobernada por la fraternidad, por la justicia y por la verdad. Por eso insistía en que la política debe ser juzgada con valores morales y en que la función del quehacer político es realizar esos valores.
De ahí que fuera también, en cierto modo, un dirigente político en cuanto estaba profundamente preocupado por la acción política y por la justicia social. Su esfera no fue nunca puramente espiritual. Fue siempre de este mundo. Solía decirnos: Dios se revela en la historia. Por eso no podía dejar de ser un dirigente político, en la medida en que el hombre eligiera el camino equivocado en su acción política. Por eso se entendía tan bien con los revolucionarios. Por eso excomulgó a los torturadores del Estado de Morelos, su diócesis. Por eso luchó siempre por la progresiva liberación humana. Por eso estuvo radicalmente comprometido con la revolución permanente que siempre intentan los pobres, los oprimidos, los rechazados. Y, por eso, su palabra era un constante llamado a la conversión interna y a la acción política.
En México no puede haber una galería de grandes hombres que no incluya a don Sergio, por más que él nunca creyó ser y nunca se presentaba como el jefe perfecto que siempre tiene razón. Esos se dan en otros ámbitos. Él era un modesto interlocutor que se ponía al servicio de su pueblo y de quien quisiera su ayuda o su interlocución.
En los tiempos del movimiento estudiantil, don Sergio hizo una declaración que recoge Henri Fresquet en su libro Una Iglesia en trágica situación, en el capítulo dedicado a la Iglesia de Cuernavaca. Dice así don Sergio: “La agitación estudiantil es el resultado de una frustración. Acaparada por el partido oficial, la acción pública les escapa a los estudiantes, a pesar de las apariencias de una cierta libertad de expresión. En realidad, resulta imposible transmitir las ideas. Los medios de comunicación social están dominados por prejuicios ideológicos y financieros. A pesar de los peligros que comporta este movimiento estudiantil, estoy persuadido de que se puede esperar del mismo un bien mayor. En efecto, obliga a la nación a adquirir conciencia de la urgencia de los cambios indispensables para satisfacer las necesidades sociales. Es el único camino que queda para la instauración de un diálogo verdadero y leal entre esta fuerza espontánea y el gobierno. La severa represión que se ejerce desde el 28 de agosto, fecha en que comenzó la huelga, no es una solución”.
En el homenaje que rindió el obispo a Emiliano Zapata, dijo: “Es el único que ha comprendido verdaderamente y en toda su plenitud la gravedad del mal que hay que curar”. Concluye Fresquet: “Desgraciadamente, existen pocos obispos del temple que tiene el de Cuernavaca, para quien Cristo está en la calle”. Era lo que Méndez Arceo quería: una Iglesia a partir de los pobres, una liberación política y religiosa, una Iglesia que nazca de la fe del pueblo, una Iglesia a la altura de los desafíos históricos: la lucha por la justicia, el derecho de los pobres y los derechos humanos dentro de la Iglesia y en el ámbito político y social.
Podría decirse que los pobres viven en la esclavitud de la pobreza, que es la esclavitud de la actualidad. Los pobres no tienen posibilidad de escapar a esa sujeción; libres en abstracto, pero sin otra elección que aceptar sus condiciones unilateralmente fijadas por los políticos, por los que acumulan la riqueza, por los que han creado la injusticia social que nos caracteriza. Consciente de la situación, dolido en su conciencia por esta esclavitud moderna, el obispo de Cuernavaca hizo suya la urgencia de la liberación. De ahí la conciencia y la lucha de su vida episcopal, de ahí su batalla cristiana –combatida por tantos que lo impugnaron, incluido un buen número de sus hermanos en la jerarquía– y de ahí su preferencia por los pobres, como exigencia primordial, y su lucha por la justicia y la verdad en este país. Su interés fueron aquellos que se encuentran marginados, en pobreza, enfermedad o llanto. De esa forma, al centrar su vida y su enseñanza en los pobres, rompió los esquemas trillados del catolicismo nacional.
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