Enrique Dussel
Por lo general se usan las palabras en política sin pensar demasiado en su significado. Puede, por ejemplo, expresarse que “sólo los más dinámicos sobrevivirán” –como lo señaló una secretaria de Educación– sin advertir que se trata de una propuesta darwinista. O se dice que la emigración de población mexicana a Estados Unidos es “inevitable y económicamente ventajosa”, sin advertir que, con respecto a la primera parte enunciada, la manera de evitarlo sería creando empleos en México; pero si se declara el problema como “inevitable” significa que se ha descubierto que la creación de empleos es imposible, aunque en campaña se indicó que sí se generarían –lo cual es una contradicción. Y con respecto a lo de “económicamente ventajosa”, me recuerda la opinión de Ginés de Sepúlveda que en el siglo XVI calmaba a los indios indicándoles que les era “provechoso” la conquista de los españoles porque eran hombres virtuosos y cristianos, sacándolos así de la barbarie y el paganismo; olvidando que ni eran virtuosos ni cumplían las exigencias cristianas y, como los patrones de los mexicanos en Estados Unidos, los explotaban sin misericordia. De la misma manera, los dólares enviados por los migrantes a sus familiares son fruto de mucho sufrimiento. O como decía un obispo de Michoacán en el siglo XVI: “La plata que va a esos reynos (de España) ha sido conseguida con la sangre de los indios y va envuelta en sus cueros”. Pero entremos en cuestión.
Se ha dicho que el gobierno ejerce el “monopolio del poder”. Creo que quizá se esté refiriendo a la opinión de Max Weber en aquello de que el Estado tiene “el monopolio del ejercicio de la violencia legítima”. Sin embargo, aún este enunciado habría que aclararlo. Si “violencia” es el ejercicio de la coacción contra el derecho del otro, tiene más bien el “monopolio de la coacción legítima” solamente. Si ejerciera dicha “coacción” contra el derecho del otro no podría ser “legítima”, porque legitimidad incluye la participación simétrica del afectado, y al que se le violan sus derechos no puede pedírsele que acuerde tal acto. Además, cuando una víctima de un sistema injusto (por ejemplo, Miguel Hidalgo que sufría el sistema colonial español en la Nueva España) se levanta en rebelión contra el orden legal dominador (como el español), descubriendo el nuevo derecho de ser libre y no un dominado colonial, produce una situación de mayor complejidad. En este caso el ejercicio por parte del virrey de la coacción legítima del Estado de las Indias, que partía del consenso de los colonos americanos, no violaba, antes de la rebelión, ningún derecho. Pero desde el momento que la rebelión descubría un nuevo derecho (la libertad de suelo donde habían nacido: México) se producía un hecho nuevo: ahora el virrey ejercía violencia contra el derecho recién descubierto por los colonos. De un bloque dirigente (en Nueva España con el consenso de los colonos) ahora se transformaba en un bloque dominador (ante el nuevo México naciente). Ahora se trataba, la represión del virrey contra los que luchaban por su independencia, de un ejercicio monopólico de la violencia, ilegítima (para los patriotas); cuya oposición era considerada legítima, aunque ilegítima para los “gachupines”. Era la crisis normativa del proceso de la liberación del 1810. De manera que en esas circunstancias, el monopolio de la violencia era injusto (del virrey) y la coacción de los patriotas, aunque era ilegal (porque todavía no tenían Constitución ni leyes) ganaba en legitimidad. El enunciado de Weber vale para época normales, no para épocas de crisis de independencia o de toma de conciencia de nuevos derechos de los movimientos sociales.
Pero hablar del “monopolio del poder” es más ambiguo todavía. Porque el único que tiene el monopolio del poder es la comunidad política o el pueblo (como bien proclama la Constitución en el artículo 39). Sólo la comunidad es la sede del poder político (tesis 2 de mi obra 20 tesis de política, Siglo XXI): es la potencia propiamente dicha. Esa comunidad política o pueblo se crea las instituciones para poder ejercer el poder (la potestas). La macro-institución que gobierna a favor del pueblo, el Estado, no es sede propiamente del poder, sino que (como toda institución o representación) es el lugar del ejercicio delegado del poder. El Estado, las instituciones políticas (como sociedad civil en el sentido gramsciano o como sociedad política) ejercen la autoridad o la soberanía de manera delegada. Bien lo dijo Marcos, el del Evangelio (10,43-44): “El que quiera ser autoridad hágase servidor de todos”. Es lo que Marcos, el de Chiapas, proclama: “los que mandan mandan obedeciendo”, y que Evo Morales resumió como “poder obediencial” –formulación política exclusivamente latinoamericana actual. En ese caso no es el Estado o el gobierno el que tiene el “monopolio del poder”, sino, muy por el contrario, es el que debe obedecer las demandas del pueblo que parten de sus necesidades más perentorias: comer, beber, tener vestido, casa, salud y algunas cosas más. En esto coinciden el Libro de los muertos (cap. 125) del Egipto de hace 5000 años, la visión del fundador del cristianismo (Mateo 25), y F. Engels en el prólogo de El origen de la familia.
“Monopolio del poder” tendría el gobierno o el Estado en un segundo caso. El Marcos, el del Evangelio, lo enuncia así: “Aquellos que se consideran dirigentes, dominan a los pueblos como si fueran sus patrones [... son] los poderosos que hacen sentir su autoridad” (10, 42). Lo que Marcos, el de Chiapas, sintetiza: “los que mandan, mandan mandando”.
¿Qué se habrá querido decir cuando se proclama que se tiene el “monopolio del poder”? ¿Se habrán pensado todos los corolarios que pueden sacarse de un tal enunciado? Si se tiene el monopolio del poder es porque la voluntad del gobernante es el fundamento del ejercicio del poder que ha dejado de ser delegado en el representante, pero eso debería llamarse “fetichismo”, como lo indica Marx en el famosos texto del robo de la leña en 1842: “Nos encontramos ante el curioso espectáculo, basado tal vez en la esencia misma de la Dieta [el gobierno de Westfalia], que las [comunidades de las] provincias, en vez de luchar por medio de quienes las representan, tengan que luchar en contra de ellos”. Y esto porque la “voluntad [del gobernante] se ha puesto como el fundamento (stat pro ratione voluntas}”. Cuando el fundamento del ejercicio del poder del gobernante no es ya la voluntad del pueblo, sino su propia voluntad, deberá por su parte apoyarse en otros fundamentos... sea en el ejército, sea en la oligarquía enriquecida, sea en el imperio de turno, o en otras fuentes aparentes del poder, lo que en otras épocas era más fácil ya que podía pretenderse encontrar dicho fundamento en la misma voluntad de Dios, pero hoy ya es imposible por la secularización de la política (y aún en tiempo no tan secularizados, un Francisco Suárez enseñaba que Dios daba el poder a los pueblos, a los reinos y éstos al soberano, de manera que aún en ese caso el “poder venía de abajo” y nunca, ni el rey de España, pretendía tener el “monopolio del poder”, porque el tal monopolio lo tenía el pueblo o los reinos, y no el rey). ¿Qué se habrá querido decir con una tal expresión?
A Andrés Aubry, a don Sergio Méndez Arceo
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