Editorial
La madrugada de ayer se registró un violento enfrentamiento entre elementos de las fuerzas armadas y presuntos narcotraficantes pertenecientes al cártel del Golfo en la ciudad de Tampico, Tamaulipas, en el que según versiones oficiales no hubo víctimas, y concluyó con la detención de siete sujetos y el decomiso de más de 15 toneladas de cocaína –que habría llegado al país el pasado jueves a través de la aduana de Altamira. Durante gran parte del día, el manejo discrecional que las autoridades hicieron de la información –incluidas las imágenes de los hechos– provocó una confusión generalizada que se reflejó en las versiones difundidas por varios medios de comunicación locales y nacionales, en el sentido de que el combate había arrojado un saldo de “al menos 15 muertos” y decenas de heridos en ambos bandos. Horas después del enfrentamiento, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) estableció un virtual estado de sitio mediante el despliegue de efectivos y artillería militar en la zona y la instalación de retenes en diversas carreteras.
Por su parte, el embajador de Estados Unidos, Antonio O. Garza, felicitó al gobierno de México –y en particular al titular del Ejecutivo federal, quien se encontraba de gira en la entidad– por la referida operación militar, a la que calificó como “otra victoria en la batalla contra narcotraficantes y criminales”. Además, el diplomático estadunidense reiteró el compromiso de su país para “trabajar junto a nuestros colegas mexicanos en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado”.
Es por demás grave e inadmisible que, en aras de la pretendida lucha gubernamental contra las organizaciones criminales, se atropellen las garantías civiles de la población, como ocurrió ayer en Tampico: no parece justificarse el espectacular despliegue de las fuerzas castrenses en la ciudad, si no es como una medida de tintes mediáticos, que busca infundir temor y zozobra entre los habitantes de la región.
También resulta preocupante el empeño del actual gobierno en centrar su estrategia de combate al narco en la aparatosa movilización de efectivos militares. Es de suponer que los grupos dedicados al trasiego de estupefacientes podrían ser debilitados con medidas mucho más simples –aunque tal vez de menor alcance mediático– que el uso del Ejército en los centros urbanos, como realizar una vigilancia efectiva en los aeropuertos del país, emprender una limpia profunda en las aduanas –comenzando, quizá, por aquella por la que entró el cargamento decomisado ayer– y mantener una supervisión más estricta de las carreteras nacionales.
Por otra parte, las declaraciones del embajador Garza dan cuenta del tenor que, en lo sucesivo, pudieran tener las relaciones entre las autoridades mexicanas y las de la nación vecina en materia de combate al narcotráfico, sobre todo a partir de que se implemente el millonario acuerdo bilateral de asistencia militar conocido por algunos como Plan México. Todo parece indicar que, de ahora en adelante, las acciones de lucha contra el narco que implemente el gobierno mexicano tendrán que pasar por la revisión de Estados Unidos. Es de suponerse que la dependencia tecnológica y financiera que genere el llamado Plan México colocará a las instituciones civiles y militares del país en una posición por demás incómoda y vulnerable ante cualquier intento de presión diplomática procedente de Washington.
En suma, la previsible puesta en marcha de ese plan es doblemente desalentadora: la aprobación explícita de Estados Unidos a operaciones militares, como la de ayer en Tampico, hace suponer que tales escenarios pudieran reproducirse por todo el territorio nacional, lo cual significaría un riesgo para la población en general; por otra parte, la implementación de dicho programa de ayuda militar pone en evidencia la falta de capacidad del gobierno mexicano para comprender y combatir las condiciones sociales que alimentan y agravan el fenómeno del narcotráfico.
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