Ilán Semo
El suplemento cultural Ñ del Clarín, publicó la semana pasada un ensayo de Maristella Svampa sobre las funciones del intelectual en la sociedad actual (N.209, 29/09/2007). Se ha escrito tanto sobre el problema que difícilmente se puede imaginar una acotación original o efectivamente inédita. No es tampoco el propósito de esa colaboración. El artículo es, por decirlo de alguna manera, de orden polémico o, si se quiere, controversial: más una discusión que una exploración. Discute no con alguien en particular sino sobre un viejo tema del que se escucha ya poco: el intelectual militante, comprometido políticamente.
¿Dónde quedó esta criatura que hace tan sólo un par de décadas provocaba el desvelo de la definición misma de qué es un intelectual? ¿Cómo se han modificado sus funciones en estos últimos tiempos?
En las décadas pasadas, la relación entre el intelectual y la política sufrió probablemente más cambios que en toda su historia moderna junta. Ya en los años 60, ver a Jean Paul Sartre codo a codo con los estudiantes causó una enorme extrañeza a una (en aquel entonces) joven generación de pensadores para los cuales la diseminación (pública) del conocimiento –Barthes llamó alguna vez a un aspecto de este proceso la “politización del conocimiento”– no sólo deja de ser un sinónimo de la inmediata politización del intelectual, sino que ésta desemboca más que en un acto con sentido, en un actnig, en un tipo de intervención que más bien inhibe la eficacia de la relación entre ambos extremos. El artículo donde Foucault quiere responder a la pregunta de “¿Qué es un autor?”, que data de la época, es muy característico de esa perplejidad. Para él, la intervención pública del intelectual sólo podía resultar eficaz si partía de los propios códigos del mundo del conocimiento –las “prácticas discursivas”–, y no como era la costumbre, que lo veía asumiendo finalmente el papel del político.
Svampa ofrece una explicación de este giro o este quiebre a la que habría que prestar atención: la creciente academización del saber ha creado mecanismos de su legitimación que son simplemente antitéticos con las formas en como la política ordena sus propias “prácticas discursivas”. La escritura de la política marcha en dirección exactamente opuesta a la autonomía que resguarda la producción de saberes académicos. La primera persigue conmover ánimos, remover inercias o rusticar actos, la otra requiere de un equipamiento que la dota de cierta distancia. Y, en cierta manera, no hay que olvidar que los que definen la columna principal del pensamiento social en la segunda mitad del siglo XX son quienes capitalizan esta autonomía desde la candidez aparente de las aulas.
No sin razón, se podría observar en esta partición (entre el mundo de la academia y la política o la militancia) una suerte de subterfugio casi lingüístico. Finalmente, ¿qué son, por ejemplo, los miles de “asesores” que, investidos con la legitimidad del saber académico, cumplen una función (política) esencial en todas las redes del poder de la sociedad? En las fábricas de la comunicación el mismo fenómeno se potencia hasta el hartazgo.
Maristella Svampa propone imaginar un nuevo “modelo de intelectual”, que no evada esta politización ya inscrita de antemano en las formas actuales de la diseminación del saber: el intelectual anfibio, uno que sea capaz de moverse en distintos medios adaptándose a ellos, capitalizando el hecho de que todo medio es en sí mismo unidimensional.
Al principio, debo reconocer, la noción de anfibio me deprimió. He visto cómo la mayor parte de mi generación se perdió en el anfibiaje, en cuya última estación no queda más que un simple y llano vacío: ni el oficio de la política ni el de la escritura.
Pero tal vez existen anfibios que nos permiten imaginar otro orden de cosas: los castores, por ejemplo. (Ni siquiera sé si los zoólogos los definen como anfibios.) El castor no se adapta meramente a las circunstancias y los diversos medios, sino que crea su propio mundo entre ellos. Y desde ahí se ve obligado a modificarlos, a veces con extrema urgencia, para sobrevivir. Como el castor, la única manera en que un intelectual puede cobrar su identidad es pensando a partir no de horizontes ajenos a sí mismo, sino precisamente sólo a partir de sí mismo, de ese umbral en que su propia vida, su propia subjetividad, se abre hacia el mundo de afuera. El problema siempre es no cómo observar al mundo en general, sino cómo se observa fragmentado desde la propia subjetividad. Y aquí, por supuesto, no hay receta que valga.
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