Editorial
Lo dicho por el secretario de Defensa Nacional, general Guillermo Galván Galván, a integrantes de la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados, hace unos días, ha generado inquietud en la opinión pública nacional, y no es para menos: el funcionario castrense transmitió a los legisladores un panorama desolador de los medios militares del país, a todas luces obsoletos e insuficientes para hacer frente a las tareas constitucionales de las fuerzas armadas, y no se diga para desempeñar los oficios de policía que les han sido asignados por el gobierno. Los aspectos más alarmantes de la situación descrita por Galván Galván se refieren a la imposibilidad de los radares actualmente disponibles para vigilar el espacio aéreo nacional por más de tres horas diarias, la manifiesta obsolescencia de la flota aérea –en todas sus especialidades: transporte, entrenamiento, reconocimiento, combate–, el fin de la vida útil de los Hummer, principal unidad de transporte terrestre, y la carencia de sistemas de telecomunicaciones militares que obligan a las fuerzas armadas a depender de Telmex y de operadores particulares de satélites.
La paradoja es inocultable y preocupante: las instituciones que encarnan de manera inequívoca la fuerza del Estado se encuentran –y con ellas, el país– en manifiesta situación de debilidad y vulnerabilidad, pese a que en años y meses recientes el discurso oficial ha insistido en la suficiencia y capacidad de las fuerzas armadas para hacer frente a los desafíos a la integridad territorial, la seguridad nacional y civil. Resulta necesario, sin duda, dotar a los institutos armados del país de los medios necesarios para cumplir con sus obligaciones, y deben ser atendidas las peticiones en este sentido del secretario de Defensa.
La modernización de nuestras fuerzas armadas debe empezar antes que por la adquisición de equipos, por una reflexión nacional sobre el significado y la misión del Ejército, la Marina y la fuerza aérea en el país actual. La singularidad histórica nacional en materia geoestratégica no ha cambiado en muchas décadas: las amenazas potenciales más inmediatas de una nación provienen de sus vecinos, y los de México no representan ningún riesgo propiamente militar en el futuro previsible.
Los gobiernos recientes han definido al narcotráfico como una amenaza a la seguridad nacional.
En el colmo de la subordinación a Washington, algunos funcionarios de las administraciones pasada y actual han propuesto considerar a las organizaciones terroristas enemigas de Estados Unidos como un riesgo a la seguridad mexicana, pero se ha omitido, por norma, que la miseria y la marginación, las dependencias tecnológica y alimentaria del exterior constituyen caldos de cultivo para eventuales desafíos a la estabilidad política y a la seguridad nacional.
Los hechos mencionados, así como las conclusiones que de ellos se deriven, deben ser tomados en cuenta en la redefinición de las fuerzas armadas y en la decisión acerca de las inversiones a realizar en materia de equipamiento.
En otro sentido, las ventas internacionales de armamento son por tradición uno de los ámbitos más sórdidos y corruptos del comercio mundial. Son conocidos los escándalos por sobornos de firmas armamentistas estadunidenses a autoridades de Arabia Saudita y otras naciones para conseguir la firma de contratos multimillonarios, o la adquisición irregular, por parte del ex presidente peruano Alberto Fujimori, de aparatos MiG-29 bielorrusos que no estaban en condiciones ni de despegar.
Para evitar suspicacias, las fuerzas armadas tendrían que explicar a la sociedad su deseo de adquirir cazabombarderos estadunidenses F-16, un modelo que dista mucho de ser lo más reciente –su diseño data de los años 70 del siglo pasado–. Sería pertinente tener en mente la decisión de Venezuela de deshacerse de los aviones de ese tipo y remplazarlos por los mucho más capaces Sukhoi rusos, o el paso que dio recientemente la fuerza aérea de Brasil de equiparse con aeronaves francesas Mirage 2000, más modernas, por una fracción de lo que cuestan los F-16.
Inversiones de la magnitud de la que pretenden realizar las fuerzas armadas –cerca de 3 mil millones de dólares adicionales a su presupuesto regular– suelen ir acompañadas de procesos de transferencia de tecnología y generación de fuentes de empleo en los países compradores; por eso, es habitual que se adquieran patentes para fabricar –o al menos ensamblar– los equipos correspondientes. Asimismo, es difícilmente justificable que un gasto de ese tamaño se decida en secreto y sin exponer los motivos y detalles a una sociedad que se ha ganado el derecho a estar informada.
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