Editorial
El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) inició ayer un juicio en contra del titular del Ejecutivo de esa región, Juan José Ibarretxe, así como de los dirigentes socialistas Patxi López y Rodolfo Arres, por haber mantenido reuniones con la dirigencia del partido independentista Batasuna en abril y julio de 2006 y enero de 2007, respectivamente. Según el juez instructor del TSJPV, Roberto Saiz, dichos encuentros son “constitutivos del delito de desobediencia”, toda vez que Batasuna había sido declarada ilegal en marzo de 2003 por sus presuntos vínculos con la organización separatista ETA. De ser declarado culpable, el lehendakari podría enfrentar una pena de hasta dos años y nueve meses de prisión por la comisión del presunto “delito de desobediencia”, además de que sería inhabilitado para ejercer cargos públicos.
Las acusaciones contra los políticos vascos –correligionarios, dos de ellos, del presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero– revisten suma gravedad y constituyen un lastre fundamental para lograr una salida al conflicto político que se vive en el País Vasco. En su calidad de jefe del Ejecutivo regional, el lehendakari tiene la facultad y la responsabilidad de fungir como interlocutor de todos los sectores de la sociedad vasca, sobre todo cuando se trata de solucionar problemáticas como las que se viven en esa comunidad autónoma del noreste español. Por tanto, la apertura de un juicio oral contra Ibarretxe con base en los argumentos jurídicos referidos, constituye un hecho absurdo y delirante, pues lo que se pretendería sancionar es, en todo caso, el haber actuado de acuerdo con sus responsabilidades político-administrativas. En cuanto a López y Arres, no se les puede acusar de otra cosa que de haber buscado caminos de solución política al conflicto que desgarra el entorno social en el que actúan.
Por lo demás, el hecho es un botón de muestra de la inoperancia del marco constitucional de España, por más que el grueso de la clase política –empezando por los partidos Popular (PP) y Socialista Obrero Español (PSOE)– se empeñe en defenderlo: lo cierto es que, si lo que se quiere es resolver los problemas regionales en el territorio español, como el de Cataluña y el del propio País Vasco, tendría que empezarse por reconocer el carácter impostergable de la modificación del marco constitucional de la nación ibérica, a fin de crear las condiciones propicias para el diálogo civilizado entre todos los actores y evitar, precisamente, episodios vergonzosos e incomprensibles como el que se comenta.
El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero arrancó con la intención, por lo menos en el discurso, de llevar adelante los procesos de negociación necesarios para superar el conflicto vasco y forzar a ETA a dejar las armas de manera definitiva. Sin embargo, tales intenciones y los incipientes avances conseguidos fueron torpedeados por la conjunción entre la vocación primordialmente violenta de la organización terrorista y la campaña de linchamiento emprendida por el PP, el cual se ha ido trasladando de la derecha a secas a posturas más características de una ultraderecha autoritaria y antidemocrática. El atentado etarra en el aeropuerto de Barajas a finales del año pasado, en el que murieron dos migrantes sudamericanos, sesgó además las recién iniciadas gestiones de paz y dotó a la derecha española de argumentos para atacar a Rodríguez Zapatero, quien quedó en una posición defensiva peculiar: ahora el gobiero del PSOE pretende demostrar al electorado de derechas que puede ser tan implacable e irreflexivo como el PP y extender el combate policial a la banda armada hasta lo que constituye la criminalización de cualquier expresión de independentismo y hasta de autonomismo en el País Vasco.
La derecha posfranquista, por su parte, ha conseguido envenenar a la mayoría de la población española hasta el punto de que cualquier intento por retomar el fallido intento de paz resulta insustentable en términos electorales.
En este contexto, el inicio del proceso judicial contra el presidente de Euskadi, no hace sino echar más gasolina al fuego, en la medida en que exacerbará los ánimos independentistas en el País Vasco y reducirá los márgenes de maniobra de los nacionalistas moderados –como es el caso del propio Ibarretxe–, quienes quedan, de esta forma, atrapados entre la irracionalidad violenta de los etarras y la irracionalidad judicial del Estado español. Con ello se complica de manera adicional la posibilidad de flexibilizar las posturas a fin de construir una convivencia institucional adecuada entre los pueblos de la península.
A 30 años del fin oficial de la dictadura franquista y a otros tantos de la instauración de un formalismo de democracia parlamentaria, persisten en España prácticas de gobierno tan inaceptables y autoritarias como la persecución penal de actividades políticas legítimas, pacíficas e institucionales, la criminalización de las disidencias y, en el caso de López y Arres, hasta de las coincidencias. Si a eso se suma la multiplicación en la sociedad de las agresiones racistas –alentadas, así sea de manera indirecta, por el discurso xenófobo de las formaciones políticas de la derecha–, se configura un panorama sombrío y ciertamente discordante de una verdadera democracia.
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