Luis Hernández Navarro
Curiosa ironía. La principal mercancía de exportación rural, la más rentable, la que más divisas trae al país, es la única que no fue negociada en el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN).
La fuerza de trabajo migrante quedó fuera del acuerdo comercial. Creció enormemente a raíz de su firma. No cuenta con protección alguna. Labora en condiciones terriblemente desventajosas en relación con los trabajadores formales. Sin embargo, el año pasado envió de Estados Unidos, como remesas, cerca de 21 mil millones de dólares.
La acción combinada de apertura de fronteras a la importación de alimentos, privatización y desregulación ha despoblado el agro. Según el más reciente informe del Banco Mundial, desde que México forma parte del TLCAN, el campo ha perdido la cuarta parte de su población (La Jornada, 20/10/07). Los jóvenes campesinos han tenido que dejar sus pueblos y sus tierras para buscar empleo en los centros urbanos o en el otro lado de la frontera. El país se ha convertido en el principal expulsor de mano de obra del mundo. La patria del Tío Sam es su principal destino.
Quienes negociaron el tratado por la parte mexicana sabían que esto iba a suceder. Según ellos, era un paso necesario para “la modernización”, pues una nación como la nuestra no podía tener 30 por ciento de su población en el medio rural. Había, pues, que drenarla: mandarla a las ciudades.
Los tecnoburócratas aseguraron que el acuerdo comercial estimularía el crecimiento de la economía y crearía empleos suficientes para los desterrados. Afirmaron que era más eficaz asistir a los campesinos como pobres en las grandes ciudades que hacerlo en las comunidades rurales. Dijeron que importar granos básicos y oleaginosas de Estados Unidos era bueno para México y para sus sectores más desfavorecidos, porque era más barato que producirlos aquí. Prometieron que nuestra ventaja comparativa en la agricultura semitropical –el nicho de mercado en el que somos más rentables– crearía riqueza en el campo y compensaría las compras de alimentos al exterior.
Nada de eso sucedió. La apertura comercial puso a competir a desiguales en condiciones de igualdad y arrasó con los agricultores nacionales. La producción rural se modernizó muy marginalmente. La economía no creció significativamente y no se crearon los empleos suficientes. Los programas de combate a la pobreza en las ciudades y la dotación de servicios en las colonias pobres de las grandes urbes decayeron. El precio de los granos básicos en el mercado mundial se elevó y tuvimos que importarlos caros, pudiendo sembrarlos. La cosecha de productos tropicales como el café o el cacao se estancó. Nos quedamos sin autosuficiencia alimentaria y sin ventajas comparativas.
El campo se convirtió en una inmensa fábrica de pobreza que expulsa a la población más joven, escolarizada y emprendedora. Los ejidos y rancherías son estacionamientos de seres humanos en los que viven ancianos, mujeres y niños, en parte gracias a las remesas que sus familiares les mandan del otro lado.
Por supuesto, quienes negociaron o inspiraron tan desastroso acuerdo comercial para el campo mexicano están muy lejos de haber rendido cuentas de su desaguisado. Por el contrario, fueron premiados: Luis Téllez con la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en este sexenio, y Santiago Levy fue nombrado director del Instituto Mexicano del Seguro Social durante la administración de Vicente Fox.
Simultáneamente, el agro se convirtió en territorio fértil para la siembra de estupefacientes y el lavado de dinero del narcotráfico. En las zonas de riego, donde ni la banca comercial ni la de desarrollo otorgan crédito suficiente, el financiamiento de las siembras y las cosechas de particulares se ha convertido en forma habitual de blanquear dinero proveniente de actividades ilícitas.
En distintas regiones de la geografía nacional el paisaje rural ofrece discontinuidades aparentemente inexplicables. Grandes y lujosas fincas rodeadas de ejidos miserables. Comunidades llenas de antenas parabólicas y camionetas del año, al lado de rancherías paupérrimas. Poblados donde generosos benefactores, enriquecidos de la noche a la mañana, levantan iglesias y hacen obra pública.
Semejantes desigualdades no pueden ser explicadas por la fortuna, un puesto gubernamental o la migración exitosa. Menos aún por el espíritu empresarial de unos y el conformismo de los otros. Abundan los narcotraficantes que gustan disfrazarse de agricultores y ganaderos. No son escasos los habitantes de comunidades, enclavadas en abruptas serranías, que han decidido reconvertir las siembras de granos básicos en cultivos más rentables, aunque más inseguros. No son pocos los ejidatarios norteños dispuestos a servir de burreros en el trasiego de pequeñas cantidades de droga al otro lado del río Bravo.
Ciertamente, la siembra de amapola y mariguana precede y excede al libre comercio, pero éste le ha abierto posibilidades de crecimiento insospechadas a quienes se dedican al cultivo de estupefacientes. Un campesino puede obtener en una cosecha de productos “no convencionales” el equivalente a sus ingresos totales en 10 años. Más aún si debe competir con siembras altamente subvencionadas provenientes de nuestro vecino. Está en posibilidad de hacerse de un arma moderna y una camioneta, así como de tener ingresos suficientes para pistear a gusto.
Paradojas de la nueva colonización: la conquista de los mercados agrícolas mexicanos por las grandes compañías agroalimentarias estadunidenses ha rebotado dentro de su territorio haciendo aún más temibles a dos de sus principales pesadillas contemporáneas: el auge de la inmigración indocumentada y el aumento del narcotráfico. La destrucción de la base productiva rural mexicana ha precipitado un éxodo masivo hacia Estados Unidos y la conversión de varias regiones a la siembra de estupefacientes. Ni modos, nadie sabe para quién trabaja.
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