Slavoj Zizek
London Review of Books
Traducido del inglés para Rebelión por S. Seguí
Una de las lecciones más evidentes de las últimas décadas es que el capitalismo es indestructible. Marx lo comparó con un vampiro, y uno de los elementos destacados de la comparación, en estos momentos, es la capacidad de los vampiros para alzarse de nuevo después de haber sido acuchillados hasta la muerte. Incluso el intento de Mao, con la Revolución Cultural, de borrar hasta el mismo rastro del capitalismo ha desembocado en su triunfal retorno.
La Izquierda de nuestros días reacciona en diferentes direcciones a la hegemonía del capitalismo global y su suplemento político, la democracia liberal. Puede, por ejemplo, aceptar la hegemonía, pero continuando la lucha por las reformas dentro del marco hegemónico (se trata aquí de la democracia social tipo Tercera Vía.)
O bien, acepta que la hegemonía va a ser permanente, pero que no obstante es posible resistir a partir de sus intersticios.
O bien, acepta la futilidad de toda lucha, dado que la hegemonía es tan amplia que no hay nada que hacer realmente, salvo esperar un estallido de divina violencia, en lo que sería una versión revolucionaria de la afirmación de Heidegger: “Sólo Dios puede salvarnos.”
O bien, reconoce la temporal futilidad de la lucha. En este momento de triunfo del capitalismo global –se afirma— no es posible una verdadera resistencia, de manera que todo lo que queda por hacer hasta tanto no se renueve el espíritu revolucionario de la clase trabajadora global es defender lo que queda del Estado del bienestar, confrontando a los detentores del poder a demandas que sabemos que no pueden satisfacer, y por lo demás retirarse a los estudios culturales, donde uno pueda continuar en silencio su trabajo de crítica.
O bien, hace hincapié en el hecho de que el problema es más fundamental, y que el capitalismo globalizado es en última instancia un efecto de los principios subyacentes de la tecnología o la razón instrumental.
O bien, postula que se puede socavar el capitalismo global y el poder del Estado no mediante un ataque directo sino mediante una reubicación del ámbito de la lucha en la práctica cotidiana, en la que se pueda construir un mundo nuevo. De este modo, los fundamentos del poder del capital y el Estado irán siendo socavados gradualmente y, en algún momento, el Estado se derrumbará (un ejemplo de este enfoque lo constituye el movimiento zapatista.)
O bien, toma la ruta postmoderna, trasladando el acento de la lucha anticapitalista a las múltiples formas de lucha político-ideológica por la hegemonía, haciendo hincapié en la importancia de una nueva articulación del discurso.
O bien, apuesta por la repetición, a escala postmoderna, del gesto marxista clásico de instaurar la determinación negativa del capitalismo: con el actual incremento del trabajo cognitivo, la contradicción entre la producción social y las relaciones capitalistas se ha hecho más flagrante que nunca, y hace posible por primera vez la democracia absoluta (en lo que sería la posición de Hardt y Negri.)
Estas posiciones no se presentan como un modo de evitar otras auténticas políticas radicales de izquierda, sino que lo que tratan de manifestar es, sin duda, la falta de una posición de ese tipo. Sin embargo, esta derrota de la Izquierda no es toda la historia de estos últimos treinta años. Hay otra lección, no menos sorprendente, que merece aprenderse de los comunistas chinos, que están presidiendo lo que podríamos calificar como el más explosivo desarrollo del capitalismo en toda la historia, y del crecimiento de la Tercera Vía socialdemócrata en Europa Occidental. Puede concretarse, en pocas palabras, en la frase: podemos hacerlo mejor. En el Reino Unido, la revolución de Margaret Thatcher fue, en su momento, caótica e impulsiva, y estuvo marcada por una serie de contingencias imprevisibles. Fue más tarde Tony Blair quien fue capaz de instituirlo o, por decirlo en palabras de Hegel, elevar (lo que parecía en un primer momento) una contingencia, un accidente histórico, al rango de necesidad. Thatcher no era thatcherista, era sólo ella misma; ha sido Blair (más que John Major) quien realmente ha dado forma al thatcherismo.
La respuesta de algunos críticos de la Izquierda postmoderna a este dilema es convocar a una nueva política de resistencia. Se acusa a aquellos que siguen insistiendo en luchar contra el poder del Estado, por no hablar de tomarlo, de permanecer anclados en el viejo paradigma: la tarea de hoy día, dicen sus críticos, es resistir al poder del Estado retirándose de su terreno y creando nuevos espacios fuera de su control. Esto es, por supuesto, lo contrario a aceptar el triunfo del capitalismo. Las políticas de resistencia no son sino el suplemento moralizante a la izquierda de la Tercera Vía.
El reciente libro de Simon Critchley Infinitely Demanding (Infinitamente exigentes) es la cristalización casi perfecta de esta posición. Para Critchley, el Estado liberal-democrático no es algo pasajero. Los intentos de abolir el Estado han fallado miserablemente; por consiguiente, la nueva política debe ubicarse a una cierta distancia de él: movimientos contra la guerra, organizaciones ecologistas, grupos de protesta contra los abusos racistas o sexuales, y otras formas de autoorganización. Tiene que ser una política de resistencia al Estado, de bombardeo del Estado con demandas imposibles, de denuncia de las limitaciones de los mecanismos del Estado. El principal argumento para desarrollar las políticas de resistencia a cierta distancia del Estado gira en torno a la dimensión ética de la demanda, infinitamente exigente, de justicia: no hay ningún Estado que pueda hacer caso omiso a esta llamada, por cuanto su objetivo último, inscrito en su realpolitik, es el de hacer posible su propia reproducción (su crecimiento económico, seguridad pública, etc.)
Critchley escribe:
“Es evidente que la Historia la escriben, por lo general, quienes disponen de porras y armas de fuego, y que uno no puede esperar derrotarlos mediante la sátira burlona o con plumeros para el polvo. Sin embargo, tal como la historia del nihilismo ultraizquierdista muestra con toda elocuencia, en el momento en que uno toma en sus manos una porra o un arma de fuego está ya perdido. La resistencia política anárquica no debería pretender imitar o reflejar la violenta soberanía arcaica a la que se enfrenta.”
Así pues, ¿qué deberían hacer, por ejemplo, los seguidores estadounidenses del Partido Demócrata? ¿Dejar de competir por el poder del Estado y retirarse a los intersticios de éste, dejar el poder estatal a los republicanos y comenzar una campaña de resistencia anárquica? ¿Y qué haría Critchley si se enfrentase a un adversario como Hitler? Sin duda, en un caso así uno debería “imitar o reflejar la violenta soberanía arcaica” a la que se enfrenta. ¿No debería la Izquierda establecer una distinción entre las circunstancias en que se puede recurrir a la violencia en la confrontación con el Estado, y aquéllas en las que todo lo que uno puede y debe hacer es utilizar la sátira burlona o el plumero para el polvo? La ambigüedad de la posición de Critchley emana de una extraña incongruencia: ¿si el Estado no es algo pasajero, si es imposible abolirlo (o abolir el capitalismo), ¿por qué retirarse? ¿por qué no actuar con (en) el Estado? ¿por qué no aceptar la premisa básica de la Tercera Vía? ¿por qué limitarse a una política que, tal como señala Critchley, pone en cuestión al Estado y pasa cuentas al orden establecido, no para deshacerse del Estado, por deseable que pudiera ser en sentido utópico, sino a fin de mejorarlo o atenuar sus efectos perniciosos?
Estas palabras simplemente demuestran que el Estado liberal-democrático de hoy y el sueño de una política anárquica infinitamente exigente existen en una situación de mutuo parasitismo: agentes anarquistas se dedican al pensamiento ético mientras que el Estado se ocupa de gestionar y regular la sociedad. El agente ético-político anárquico de Critchley actúa como un superego, bombardeando confortablemente al Estado con sus exigencias; a su vez, cuanto más intenta el Estado satisfacer estas exigencias, más culpable aparece. De conformidad con esta lógica, los agentes anárquicos centran su protesta no en las dictaduras declaradas sino en la hipocresía de las democracias liberales, a las que acusan de traicionar los mismos principios que aseguran profesar.
Las grandes manifestaciones de Londres y Washington contra el ataque estadounidense a Irak, hace unos años, ofrecen un caso paradigmático de esta extraña relación simbiótica entre poder y resistencia. El paradójico resultado fue que ambas partes estuvieron satisfechas. Los que protestaban salvaron sus hermosas almas y dejaron bien claro que no estaban de acuerdo con la política del gobierno hacia Irak. Los que estaban en el poder lo aceptaron sin alboroto, e incluso se aprovecharon de ello: no solamente las propuestas no modificaron de ningún modo la decisión ya adoptada de atacar Irak, sino que incluso la legitimaron. Así, la reacción de George Bush a las masivas manifestaciones de protesta durante su visita a Londres, fue decir: “Ya ven, esto es por lo que luchamos, para hacer posible que lo que la gente hace aquí –protestar contra la política de su gobierno— sea posible también en Irak.”
Resulta llamativo que el rumbo tomado por Hugo Chávez desde 2006 sea el diametralmente opuesto al adoptado por la Izquierda postmoderna: en lugar de resistirse al poder del Estado, se apoderó de él (en un primer momento mediante un intento de golpe de Estado, luego democráticamente), utilizando sin cortapisas los aparatos del Estado venezolano para sus propios fines. Además, está militarizando los barrios y organizando la formación de unidades armadas en ellos. Y por último, la amenaza definitiva: ahora que siente los efectos económicos de la resistencia del capital a su mandato (escasez temporal de algunos productos en los supermercados subvencionados por el Estado), ha anunciado planes para consolidar los 24 partidos que lo apoyan en un único partido. Hasta algunos de sus aliados ven con escepticismo esta decisión y se preguntan si no se producirá a expensas de los movimientos populares que han dado su impulso a la revolución venezolana. Sin embargo, su opción, aunque arriesgada, debería ser apoyada sin reservas: la tarea consiste en hacer que el nuevo partido funcione no como un típico Estado socialista (o peronista), sino como un vehículo para la movilización de nuevas formas de política (como los comités de base de los barrios de chabolas). ¿Qué deberíamos decirle a alguien como Chávez: “No, no vaya usted a hacerse con el poder, retírese, deje el Estado y la actual situación en su sitio”? A menudo se minimiza a Chávez llamándolo bufón, pero ¿acaso una retirada no lo reduciría simplemente a una nueva versión del subcomandante Marcos, al que muchos izquierdistas mexicanos califican ahora de subcomediante Marcos?” Hoy, son los grandes capitalistas –Bill Gates, los contaminadores corporativos, los cazadores del zorro— quienes resisten al Estado.
La lección en todo esto es que lo verdaderamente subversivo es no insistir en exigencias infinitas que sabemos que los que están en el poder no pueden satisfacer. Dado que ellos saben que nosotros lo sabemos, esa actitud de exigencia infinita no presenta ningún problema para los que detentan el poder: “Es maravilloso que con sus exigencias críticas nos recuerden la clase de mundo en la que a todos nos gustaría vivir. Lamentablemente, vivimos en el mundo real, en el que tenemos que arreglarnos con lo que es posible.” Lo que hay que hacer, por el contrario, es bombardear a los que están en el poder con exigencias bien seleccionadas, precisas y finitas, que no puedan ser descartadas con la citada excusa.
Fuente: http://www.lrb.co.uk/v29/n22/zize01_.html
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