Editorial
Un comando compuesto por cinco o seis decenas de hombres armados irrumpió el pasado miércoles en el Servicio Médico Forense (Semefo) de Ensenada, Baja California, para llevarse el cuerpo de quien fue, al parecer, Medardo León Hinojosa, El Abulón, presunto gatillero del cártel de los Arellano Félix, muerto unas horas antes al desplomarse el helicóptero en el que viajaba. En la acción asesinaron a dos vigilantes de la dependencia y tomaron en rehenes a dos empleados de un velatorio público. Un día más tarde, un grupo de individuos encapuchados que portaban armas largas irrumpió en la sesión del consejo electoral del municipio de Zamora, Michoacán, golpearon a funcionarios y a representantes de los partidos, incendiaron papelería relacionada con los comicios y se dieron a la fuga.
Estos dos episodios, al parecer inconexos, tienen, sin embargo, alarmantes puntos en común: la total impunidad con que operan las organizaciones delictivas –sean cárteles del narcotráfico o delincuentes de otro tipo–, su superioridad ante las corporaciones encargadas de resguardar el orden público y las sedes institucionales, y la terrible desprotección en que se encuentra la ciudadanía ante el accionar de criminales.
Pero tal vez lo más grave en ambos episodios es la ausencia de autoridades capaces de enfrentar a los atacantes, de rastrearlos, localizarlos, capturarlos y ponerlos a disposición de las instancias judiciales. Lejos de ello, los responsables de la seguridad pública optan por cerrar los expedientes y dar por concluidos los episodios; en un caso, se resignan con dar por no identificado el cuerpo sustraído del Semefo de Ensenada; en el otro, realizan una simulación de normalidad, concluyen un recuento que pudo ser alterado por el asalto y la destrucción de la papelería electoral, establecen un ganador –panista– de los comicios y hasta presentan cifras absolutas de sufragios.
Ciertamente, uno de los desafíos en esa clase de circunstancias es impedir que los actos delictivos quebranten la normalidad, pero la consecución de ese propósito no debiera basarse en dar la espalda al estado de derecho, como ha ocurrido.
No pasa inadvertido, por otra parte, que los sucesos descritos tuvieron lugar en zonas del territorio nacional que, se supone, se encuentran bajo una vigilancia reforzada, en el contexto de los dispositivos espectaculares emprendidos por el gobierno de Felipe Calderón con el presunto objetivo de combatir el narcotráfico hasta las últimas consecuencias, por más que diversos analistas han señalado, en la realización de las aparatosas movilizaciones policiaco-militares, un intento del grupo en el poder por ganar legitimidad y credibilidad mediante un alarde mediático sobre la actuación de ls fuerzas del Estado.
Sea como fuere, el hecho es que estos episodios, que distan, por mucho, de ser casos aislados o esporádicos, desmienten de manera contundente los supuestos avances de la actual administración en materia de combate a la delincuencia, seguridad pública y vigencia de la legalidad, y ratifican la percepción ciudadana de que las autoridades están rebasadas por fenómenos de criminalidad sobre los cuales ni siquiera se tiene una comprensión profunda ni una percepción clara. En el caso de los cárteles de la droga, el Ejecutivo federal se empeña en ignorar que las utilidades de estas entidades ilegales son directamente proporcionales a la intensidad de la persecución en su contra; en cuanto al asalto al local electoral en Zamora, la ligereza con que fue asumido tal suceso y la falta de esclarecimiento no le ayudan a una institucionalidad democrática profundamente afectada en su credibilidad y en su autoridad moral por la negativa del grupo gobernante a despejar las múltiples y razonables dudas que dejaron los comicios presidenciales del año pasado.
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