Rolando Cordera Campos
El reconocimiento de varios gobernadores y legisladores sobre la grave situación del campo mexicano es bienvenida, aunque su oportunidad deja mucho que desear, porque los problemas centrales estaban ahí de antiguo y los resultados ominosos que nos han traído los vuelcos globales se anunciaron con tiempo. Las diversas tomas de posición –de las cuales con poca precisión nos informó la prensa–, permitían pensar que frente a la emergencia podía imaginarse una iniciativa política nacional para el campo basada en una discusión, que ha estado sofocada por la falta de información, la confusión en los términos de los problemas, y sobre todo por la debilidad de voz de la sociedad rural, donde de todos modos se dirime el abasto básico de los mexicanos.
Menos entusiasmo despertaban las notas referentes a los planteamientos sobre la renegociación del capítulo agropecuario del TLCAN; en realidad, de tomarlas en serio, uno tendría que sentir primero bochorno y luego temor: ¿de qué política y políticos se trata? ¿En manos de quiénes hemos estado estos años? ¿Puede sostenerse una posición así cuando el proceso que nos trajo a la situación actual empezó hace décadas y en todo caso fue acelerado por los acuerdos de 1994 y sus aperturas más que anunciadas? Pedir la renegociación sin más –no al cuarto para las doce, sino pasada la media noche– sonaba más bien a una inocentada del día 28, pero sobre todo a una burla cruel de políticos alejados de su responsabilidad y dispuestos a hacer la nota del desvelo de la noche vieja.
Pero así ocurrió y llegó la hora de reconsiderar y encarar la movilización y el reclamo sin caer en una demagogia con tufo suicida: la renegociación no resuelve nada, y sí podría agravar las cosas en una cadena alimentaria asediada por vulnerabilidades y deficiencias productivas, por un lado, y por otro, por los cambios de dieta y gusto que nos han traído la urbanización y el cambio demográfico, para no mencionar el secular descuido de la política sanitaria mexicana en materia de nutrición, que ha exacerbado el consumo de cárnicos, cuya alimentación depende de los granos.
Poner las crisis del campo mexicano en una perspectiva adecuada no es recular ni revela falta de voluntad política. El que no se haya hecho a tiempo y con la reflexión necesaria demuestra más bien la incapacidad del Estado y las fuerzas políticas afirmadas en la transición para hacerse cargo de la conducción concreta de las cosas públicas, que implica la creación de las condiciones generales y materiales necesarias, precisamente, para que la cosa pública siga siendo eso y la reproducción de la sociedad obedezca a criterios e intereses generales vinculados con el avance de la vida democrática o la superación de un encono social cuyas raíces tocan fondo en la desigualdad para asegurar y enriquecer el abasto básico.
La fecha fatídica no fue este primero de enero; lo que va a pasar ya pasó, desde que el Estado decidió que los alimentos eran cosa de cada quien y del comercio exterior, en un triste y vergonzoso homenaje a David Ricardo. Abandonada casi toda idea de una política de Estado para el campo y los alimentos básicos, como se propuso al fin de los 70, todo se volvió acción de emergencia, puja puntual entre grupos de productores y gobernantes, negociación cínica y opaca entre líderes y gobierno, transferencias sin ton ni son, migración salvaje y despoblamiento, entronización regional del narcocultivo y sus corridos.
Y sin embargo, el maíz blanco se siguió produciendo y en otros frentes se aprovecharon avenidas de comercio que redundaron en ganancias y modificaciones tecnológicas importantes. Lo que no cambió es la pobreza y la desolación campesina y rural, donde el desarrollo humano avanza por micras y la cohesión social se desvanece cuánticamente.
La paradoja es cruel: la útima apertura se da cuando los precios de los granos y alimentos básicos registran un incremento portentoso debido a la mutación alimentaria china y la decisión del gobierno estadunidense de desviar porciones considerables de su producción maicera a la energía. Con precios al alza, se crean condiciones impensadas para la producción interna de granos, en especial maíz, pero a la vez queda claro que la apertura ya no es sinónimo de precios bajos sino de lo contrario, lo que trae a la mesa el tema de los salarios y los ingresos rurales y urbanos: el estímulo del mercado, que es innegable, debe verse acompasado por medidas redistributivas de fondo y concertadas, así como de políticas de fomento productivo que contemplen la complejidad renovada de la cadena agropecuaria y de la sociedad rural.
Con gritos y sombrerazos no podrán los gobernadores, líderes campesinos y legisladores ofrecernos una pauta racional para encauzar el reclamo airado del mundo rural por su abandono secular y, a la vez, hacer frente al cambio global del que no podemos hacernos a un lado. Tal vez ahora, frente a lo mero básico, la política empiece a recuperar su doble misión histórica de procesar la lucha por el poder y de administrar dilemas, más que recursos, con visión de largo plazo, como la que dejamos en algún surco hace 25 años o más.
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