Octavio Rodríguez Araujo
Las recientes campañas en contra del consumo de tabaco han sido muy inteligentes. Esto debe quedar claro. Cuando los grupos antitabaco se dieron cuenta de que combatir el producto y su consumo a partir de prohibiciones y de impuestos no funcionaba, idearon otro mecanismo: convencer a los no fumadores de que el humo del tabaco les hace daño. Incluso algunos han llegado a decir una de las más grandes estupideces que se han expresado sobre el tema, pero que ha funcionado sicológicamente: que a los no fumadores les hace más daño el humo del tabaco que a los fumadores; un contrasentido engañabobos.
Como la campaña para sensibilizar a los no fumadores ha tenido éxito, ahora se les quiere convertir en policías perseguidores de fumadores; incluso se ha planteado que en los locales cerrados haya un teléfono en línea directa para denunciarlos. Sólo falta que se ofrezcan recompensas por cada denuncia que prospere y que lleve a la cárcel al “delincuente” o, por lo menos, a pagar una fuerte multa, igual se trate de una persona física (el fumador) que de una persona moral (la empresa que le permite fumar).
Si Ray Bradbury fuera más joven, haría una novela, como Fahrenheit 451, sobre la eliminación feroz, furiosa e inquisitorial de los fumadores. Si nos descuidamos reviviremos los terribles episodios de Salem, a final del siglo XVII, cuando los fanatismos puritanos devinieron paranoicos y fueron condenadas a muerte más de 25 personas, en su mayoría mujeres, acusadas de brujería, además de los cientos que fueron encarceladas. Esas personas fueron incriminadas por sus propios vecinos y aun por sus parientes.
Lo que veremos próximamente, gracias a las leyes antitabaco, será un fenómeno desconocido en México: la denuncia civil, fanática y paranoica. “Ése está fumando”, será señalado por alguien histérico, y exigirá que el fumador sea sacado del restaurante o llamará a la policía para que se actúe en su contra. Llegará el inspector de no sé qué dependencia y se arreglará con el dueño o el gerente del restaurante para no aplicar la multa correspondiente. Los inspectores se harán ricos, los restauranteros ganarán menos y la o el histérico se sentirán muy contentos, se limpiarán la espuma que les salió por la boca y dirán, cualquiera de los dos o los dos a coro: “pinches fumadores, nos quieren matar”. El resto de los comensales aplaudirán y gritarán ¡hurras! a los valientes fóbicos del humo del tabaco.
Ésta es la estrategia para evitar que se fume en casi todos lados. Recordemos que en la ciudad de San Francisco, y en otras también de California, ya está prohibido fumar incluso en las calles y en las playas, y que un plomero que va a tu domicilio te puede demandar si fumas en tu propia casa porque pusiste en peligro su salud mientras trabajaba para ti. Los hijos terminarán demandando a sus padres, como en la Alemania nazi llegaron a denunciar a sus padres por tener un amigo judío o por proteger a un amigo judío o comunista.
Son tan irracionales los enemigos del tabaco, que un senador del PAN llamado Guillermo Tamborrel llegó a decir que el costo de posponer la aprobación de la ley una semana sería de 150 mil personas fallecidas (Reforma, 14/2/08), como si esas muertes, en caso de darse, se debieran a que la gente fume en los restaurantes, bares, discotecas, etcétera, y como si pudieran salvarse de una “muerte segura” si se prohíbe fumar en esos lugares. La escena de lo dicho por el senador, imaginada por un marciano que no supiera de qué se estaba hablando, sería que en una semana morirían, in situ, 150 mil personas por aspirar humo de tabaco con su café o su cerveza, algo peor a las muertes en la calle durante la gran epidemia de la peste, por ejemplo en India a mediados del siglo XIX: un millón de muertos al año, es decir, 19 mil por semana.
La paranoia contra el tabaco se ha generalizado. En los años en que se permitía fumar en los hospitales, en los cines, en los aviones, en todo tipo de transporte público y, obviamente, en los bares y restaurantes, nadie se quejaba del humo del tabaco, fuera de cigarrillo suave o fuerte, de puro o de pipa. Uno lo puede ver en las películas de los años 70 para atrás y los que ya somos viejos lo vivimos en la vida real. Ahora uno prende un cigarrillo y el de junto (más las mujeres que los hombres) inicia una serie de aspavientos como queriendo espantar el humo cual si fueran moscas amenazando con pararse en su comida. Ese mismo señor o esa misma señora, digamos de 60 años o más, fue permisivo hace tres décadas y no objetaba que se fumara cerca. Ahora, gracias a la propaganda, que, repito, ha sido muy efectiva, se quejan del humo y están de acuerdo con su prohibición total.
Las preguntas que me he hecho, y para las cuales no he encontrado respuesta, son: ¿por qué la fobia contra el tabaco se ha generalizado y por qué hace 40 años no existía? ¿Qué es lo que se trata de ocultar distrayendo a la población con los peligros del cigarro convirtiendo la lucha en su contra en una de las mayores y más agresivas cruzadas del último siglo? Ni siquiera la famosa ley seca tuvo las repercusiones que el antitabaquismo. La ley seca sólo funcionó en Estados Unidos (y ya sabemos sus consecuencias), en cambio las prohibiciones del tabaco son, si no mundiales todavía, casi. ¿Cuáles son las razones por las que legisladores que fuman aprueban leyes como las aludidas? ¿Por qué la gente da por buenas las falsas estadísticas que se repiten hasta la náusea sobre los efectos del cigarro y los fallecimientos por su supuesta causa y, sin embargo, no cuestiona los resultados electorales oficiales ni el supuesto derecho de los yanquis a invadir países bajo sospecha de tener armas nucleares o por no ser suficientemente democráticos a juicio de Washington? Grandes incógnitas.
* Ponencia presentada en el Foro Derecho a decidir: fumar o no fumar el 22 de febrero de 2008
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario