Adolfo Sánchez Rebolledo/ II y última
Apenas en enero de 1959, Fidel Castro proclama: “hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”. Y llama a evitar divisionismos, pero al instante tropieza con la protesta airada de la antigua clase política vuelta del exilio y con las pequeñas ambiciones de los seudorradicales que buscan un nuevo reparto del pastel. El 16 de febrero, a mes y medio de la victoria, Castro entra al gobierno en sustitución del primer ministro Rafael Miró Cardona y declara: “lo que me interesa es hacer la revolución, lo que me interesa es que la revolución vaya adelante, lo que me interesa es que el pueblo no resulte defraudado y reciba de nosotros todo lo que espera de nosotros”. No hay engaño posible.
Para las oposiciones “politiqueras” tradicionales, en cambio, la única cuestión pendiente es la convocatoria inmediata a elecciones. Ésa era la normalidad exigida por los firmantes del Pacto de Caracas, presentes en el gabinete encabezado por Manuel Urrutia. Dicho en breve: Estados Unidos y la oposición reclaman elecciones como un recurso a plazo fijo para legitimar la lucha contra el liderazgo revolucionario. Quieren un cambio político sin tocar la estructura social, pero Fidel y los suyos prefieren profundizar la revolución en lugar de frenarla. Ya entonces algunos se preguntan por qué Fidel no acepta las elecciones si, como admiten propios y extraños, habría arrasado en las urnas. La respuesta es sencilla, pero contiene una visión estratégica: los comicios no añadirían nada al amplio consenso a favor de la revolución. (“Elecciones para qué, ya votamos por Fidel”, corean las multitudes reunidas en las plazas públicas.) En cambio, crearían divisiones innecesarias que paralizarían las reformas y, en definitiva –y eso es lo importante– favorecerían la restauración del viejo Estado, construido bajo la fachada constitucional democrática, pero oligárquico y corrupto, semicolonial, contra el cual, más o menos conscientemente, se habían alzado los rebeldes.
Así, la democracia revolucionaria enfrenta de inmediato la resistencia clasista a la reforma agraria antilatifundista (planteada, pero incumplida en la Constitución de 1940), la cual encenderá la chispa de la dialéctica revolución-contrarrevolución, aun antes de que el conflicto abierto con el Imperio llenara todos los espacios, y determinando, en buena medida, la evolución posterior de los acontecimientos.
Conviene recordar, para contextualizar, que en la década que va de 1948 a 1958, años claves en la gestación y despliegue del pensamiento revolucionario castrista, sólo cinco países tienen un gobierno formalmente democrático, aunque muchos sean simples mandaderos de los intereses de la oligarquía terrateniente y de las compañías extranjeras. Todos reciben órdenes del Departamento de Estado. En plena guerra fría, el anticomunismo marca el paso en “la defensa del mundo libre”. Los nombres de sus prohombres no se han olvidado: Anastasio Somoza y sucesores en Nicaragua, Manuel Odría en Perú, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana, Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, Alfredo Stroessner en Paraguay, y en Cuba Fulgencio Batista, a quienes sin pena ni gloria se añadirían otros presidentes civiles de las “democracias representativas”, que ya en 1960 rompieron relaciones diplomáticas con Cuba. (Esos mismos gobiernos “democráticos”, cuando así convino a los intereses del Imperio, también cayeron para imponer feroces dictaduras militares en Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, que persiguieron a millones de patriotas y demócratas, asesinaron al presidente Allende y todo en nombre de los valores de Occidente y la libertad.)
El desastre del campo socialista somete a Cuba a grandes dificultades, pero es obvio que no iba a rendirse a la hora del consenso de Washington. Hoy, las condiciones del mundo son otras. Naturalmente, ahora está claro que las decisiones tomadas en los tiempos iniciales de la revolución cubana marcarían, indefectiblemente, el curso posterior de su ya larga historia, pero el significado de los dilemas y la naturaleza de las opciones tienen que valorarse en su propio contexto. Para bien y para mal, las singularidades de la Revolución, más allá de cualquier mimetismo posterior con el socialismo real, se fijan en esos días.
El liderazgo de Fidel, el orden de prelación de la sucesión, la vocación internacionalista y sus resortes nacionalistas jamás abandonados, pero también la desconfianza en las “democracias” y sus métodos, prefigurada ya mediante la acción armada contra Batista, son un camino propio, una visión del mundo marcada por referentes éticos y políticos muy distantes del viejo dogmatismo burocrático que la imitación del modelo soviético impuso y cuya reforma a fondo marcará la nueva etapa cubana, comenzando por la remodelación institucional del Estado anunciada por Raúl Castro al asumir el cargo de presidente. Lo que no ha cambiado es la voluntad estadunidense de aislar a Cuba, de combatirla. La arrogancia inútil tiene en el bloqueo su única carta, pero ésta no daña sólo a Cuba: para el mundo, la intransigencia imperial es una verdadera tragedia.
Como sea, 50 años en el gobierno son muchos años. ¿Era posible otra ruta en las condiciones de Cuba y el mundo, cuando en 1953 el fidelismo arranca su larga travesía? ¿Podía esta experiencia convertirse en un “modelo” para otros países? ¿Ha valido la pena tanto sacrificio? ¿Cuál será el futuro del socialismo en Cuba? ¿Qué herencia deja Fidel a los jóvenes de su patria? Cuba ha comenzado a responder a ésas y otras preguntas.
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