Julio Hernández López
Los incidentes entre perredistas están siendo usados con especial ahínco mediático para tratar de inhibir la capacidad de protesta social contra una administración calderónica surgida de un fraude electoral, una izquierda legislativa y partidista explícitamente utilizada para tareas divisorias y colaboracionistas, y un proyecto largamente anunciado (aunque haya águilas caídas a quienes conviene no verlo) de privatización parcial de Pemex.
Los espacios periodísticos que normalmente dan cabida acotada y marginal a la voz de Andrés Manuel López Obrador y su equipo (lo hacen a cuentagotas, como excepción y en respuesta a peticiones del propio ex candidato presidencial, más bien como truco barato para convertir esas singularidades en presunta prueba de pluralidad y apertura) ahora se muestran significativamente generosos con legisladores federales abucheados y acosados el domingo pasado, a los que dan micrófonos y papel en abundancia, al igual que a personajes declarativos Chuchos que proclaman las bondades del izquierdismo bien portado.
La tesis que se busca instalar es clara: hay perredistas buenos, que respetan a las instituciones y deben ser premiados (el senador Navarrete pone el caso de la marcha atrás a los cateos sin orden judicial como prueba de que sí funcionan la democracia y la vida congresal) y, en distinto campo, otros perredistas, lopezobradoristas y ciudadanos malos que, por tanto, deben ser castigados o, cuando menos, acallados. La pauta publicitaria pagada tiene como clave el concepto del odio. Esa criminalización de la protesta social busca contener, por la vía del apabullamiento mediático, las anunciadas acciones de oposición cívica a la privatización de Pemex. Además, al descalificar preventivamente esas protestas, se lubrica el recurso de la represión que, en dado caso, será adjudicada a los mismos villanos fabricados previamente en los medios oficialistas y con el apoyo invaluable del perredismo colaboracionista que recorrió redacciones, cabinas y estudios para asentar coartadas internas.
El chuchismo se alista a tomar el control del PRD al estilo de la casa (es decir, de la Casa Calderón). López Obrador y Alejandro Encinas son un peligro para el PRD y, por ello, Jesús Ortega Solá está recibiendo el apoyo del cardenismo negociante (el lazarillo guiará mapaches-leones ciegos en Michoacán), del panismo del gobernador de Guerrero (el licenciado Z), y de mandatarios panistas y priístas (la vieja Nueva Izquierda mantiene pactos de cooperación con los flancos de Manlio Fabio Beltrones y de Enrique Peña Nieto; del estado de México provendrán altos volúmenes de votos conseguidos haiga sido como haiga sido). Esos gobernadores pondrán sus siempre triunfales maquinarias electorales al servicio de la causa menor de entronizar al comprensivo y solidario amigo Jesús y al propósito mayor de asestar un golpe más al Peje que se niega a caer noqueado. La fuerza institucional de los Chuchos así se ha construido, negociando en los estados las migajas de representación proporcional que luego les da para amasijos nacionales (pero no se crea que sólo esa corriente practica las suertes de la vendimia política: todas las demás, sin excepción, sucumben al pragmatismo que acepta dinero subterráneo y “apoyos” oficiales a cambio de silencios o estridencias convenidas).
La descomposición de la política nacional ha generado, naturalmente, hastío e irritación en muchos ciudadanos que consideran tener derecho a la protesta pública. El 2 de julio de 2006 la presidencia de la República fue robada no sólo a un candidato en particular, sino a una amplia franja social que a pesar de las maquinaciones demoscópicas, mediáticas, cibernéticas e institucionales (destacadamente la presidencia foxista, el IFE ugaldista y los empresarios anunciantes) votó en tal cantidad y con tal confianza que ni en los números finales adulterados fue posible negarle una contundencia apenas rebasada fraudulentamente en un 0.56 por ciento. Esos ciudadanos han ejercido su derecho a resistir incluso al propio derecho, y grupos representativos de esa irritación popular mantienen una constante labor de impugnación al funcionario que consideran ilegítimo. En sentido distinto (lo que les ha generado reprobación creciente en las filas de las que se supone formarían parte) han caminado varios de los personajes que, llegados a diputaciones y senadurías, o ejerciendo cargos partidistas, están en mejores condiciones de persistir en el rechazo a quien es considerado espurio y en el apoyo a quien ha sido condenado, por los grupos del poder defraudador, a la exclusión de los medios de comunicación, a la ridiculización y el escarnio y a la magnificación de sus errores personales y de las divergencias o deslindes que en su entorno se producen de manera natural o inducida.
Protestar, resistir, incluso desobedecer la legalidad y oponerse físicamente a la consumación de hechos aprobados por autoridades a las que no se reconoce legitimidad, ha sido una práctica histórica de ciudadanos, partidos y organizaciones en todo el mundo. En México, el panismo realizó en múltiples ocasiones actos de desobediencia civil que le llevaron a la comisión técnica de delitos (recuérdese, por ejemplo, el bloqueo de puentes internacionales en Ciudad Juárez). Entonces, como ahora, los gobernantes tachados de dictatoriales desplegaron toda la fuerza de los medios controlados y del miedo inyectado a la sociedad. Entonces, como ahora, fue defendido y practicado el derecho a resistir, el mismo que el calderonismo pretende sustraer a una parte de los mexicanos para así dar un golpe que supone definitivo al sobreviviente López Obrador y para combatir, incluso con el recurso de la fuerza pública, a quienes se opongan al gran negocio de la apertura de Pemex a capitales privados. Ese es el fondo del asunto, aunque ahora los culpables de envenenar a la izquierda con dobleces y colaboracionismo se den convenencieros golpes de pecho, quejándose productivamente de las mínimas expresiones de descontento que han recibido a cuenta de las grandes traiciones que han hecho y están por consumar. ¡Hasta mañana, recordando que sigue vigente el espíritu Gestapo, que a fin de cuentas ni leyes necesita!
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