Marcelo Colussi
En un mundo descaradamente machista como el nuestro, una muchacha bonita con prominentes pechos y generoso trasero puede sentirse muy agraciada: es una afortunada bien considerada por todos los varones. Pero eso, al mismo tiempo, puede ser una desgracia: está condenada a ser un objeto para los ojos masculinos, tenida en cuenta sólo en función de su voluptuosidad. De alguna manera esto ha dado lugar a estereotipos difíciles de romper: "todas las mujeres bonitas son tontas".
Parangonando ese mecanismo, otro tanto podría decirse de las riquezas naturales de Latinoamérica, y siguiendo a Eduardo Galeano en "Las venas abiertas de América Latina", bien podemos afirmar que "la pobreza de las sociedades es el resultado de la riqueza de la tierra". Es decir: nuestros productos primarios –el oro y la plata en los albores de la conquista, luego el azúcar, el algodón, el café, hoy día el petróleo–, en vez de facilitarnos el desarrollo, han servido para amarrar nuestra dependencia de los centros imperiales. Algo así como que nuestra belleza natural (igual que sucede con la agraciada muchacha) nos condena. No a ser "tontos", para el caso, sino a ser pobres.
Todos estos "monarcas agrícolas", como dijera Galeano, diseñaron la pobreza estructural de estas sociedades. En definitiva, todas estas economías funcionan más o menos igual: magra subsistencia a lo interno con los ojos puestos siempre en los mercados de las metrópolis donde se mandan los productos primarios, manejados por derrochadoras oligarquías que apuntan continuamente fuera de sus fronteras para todo, en lo económico, en lo político, en lo cultural.
La moderna sociedad industrial del Norte, basada en un consumo enfermizo de petróleo, encontró en algunos países del Sur una fuente perpetua de abastecimiento donde se siguió repitiendo el esquema de oligarquías que, igual que con cualquier producto agropecuario de antaño, continuaron regalando el oro negro a la voracidad de los amos del mundo por centavos. Centavos, de todos modos, que sirvieron para colocarlas en situación de opulencia, pero siempre a costa del hambre de sus pueblos. En el caso del petróleo ello es groseramente evidente en cualquier país del Sur que lo posea.
Nuestra sociedad planetaria actual depende absolutamente del petróleo, cada vez más. Pero, tal como bien lo dice el brasileño Roberto Rodrígues, "la cultura del petróleo es un 'error de la civilización' que deberá ser corregido en los próximos años con el uso de energías renovables". Definitivamente el actual modelo de desarrollo imperante no tiene salida: se construye la opulencia sobre la base de la destrucción del planeta. Eso es, lisa y llanamente, desopilante. Sólo para dar un ejemplo: en la última década, producto del adelgazamiento de la capa de ozono producido por la contaminación ambiental, mientras se profundiza la falta de agua dulce potable el cáncer de piel subió en un 1.300 % a nivel planetario debido a los daños ocasionados en la atmósfera por el calentamiento global –en un alto porcentaje producido por la quema de combustibles fósiles no renovables como el petróleo–, dado que ahora no se filtran adecuadamente los rayos infrarrojos y ultravioletas. ¿Ese es el desarrollo que queremos?
En todos los países del Sur que disponen de reservas petroleras, en general se repitió el mismo esquema en el pasado siglo: su extracción terminó siendo la principal fuente de ingresos y la cultura de la monoproducción acabó imponiéndose como la principal o única fuerza económica. En ese sentido, contar con ese recurso más que una bendición que proporcionara beneficios para todos, fue una maldición. Si vemos el caso de Venezuela, uno de los principales productores mundiales, los desastres ocasionados por esa historia saltan a la vista: durante el siglo XX se generó una cultura del rentismo que cambió radicalmente la fisonomía agropecuaria del país. En vez de servir para industrializarse y sentar bases sólidas de un proceso de crecimiento sostenible, la renta petrolera favoreció una cultura de la importación, de la no-producción, del derroche, del consumismo inmediatista. Nada distinto, por cierto, a lo sucedido en todos los imperios pasajeros de los que la historia latinoamericana es muy rica: ascenso fulgurante, despilfarro sin límites por los grupos que manejan el recurso en cuestión, y luego, irremediable caída. Ahí están desde los cerros de plata de Potosí a las selvas caucheras de Manaos, desde el guano peruano a los diamantes del Amazonas –los ejemplos se pueden multiplicar casi al infinito– patentizando esos ciclos de crecimiento meteórico, y caídas también meteóricas.
Pero el petróleo no ha caído, y por cómo van las cosas, seguirá siendo prácticamente por todo el siglo actual, hasta que se acabe, el alimento que seguirá buscando desesperado el modelo de sociedad vigente, sociedad del despilfarro, de la voracidad loca, sociedad contradictoria como ninguna (¿es "desarrollo" tener automóviles a costa de no tener agua potable, de aumentar en forma exponencial el cáncer de piel?). Por tanto, los países que tengan oro negro en su subsuelo seguirán siendo codiciados por los grandes consumidores, por los que hacen del automóvil el fetiche más importante, por quienes necesitan destruir para seguir fabricando y vendiendo, alimentando así un ciclo enfermizo que no lleva a ningún lado. Pero eso no significa que, por tener petróleo en sus entrañas, esos países se enriquecerán. Significa, en todo caso, que continuarán manejados por oligarquías rentistas, parásitas, conservadoras, y siempre en la mira de la voracidad de los grandes poderes del Norte. Si cumplen las normas dictadas por éstos, esas oligarquías seguirán enriqueciéndose y viviendo el sueño de la abundancia sin fin (los países del Medio Oriente, por ejemplo). Si se plantan poniéndole una barrera a esa voracidad desenfrenada de los grandes capitales y su modelo depredador-consumista (como están haciendo hoy día Irán o Venezuela), son candidatos a la invasión de los marines. Así de simple.
Venezuela con su Revolución Bolivariana ahora es dueña de su propio petróleo. Ya no hay ningún pulpo multinacional robándole sus recursos, desangrándola. El proceso que vive esta sociedad, la construcción de este horizonte al socialismo que se va formando, todo ello puso un freno a esos poderes globales acostumbrados a transformar en factoría o en su hacienda privada al planeta completo. Por eso ahora esta jugada del gigante Exxon Mobil contra PDVSA. Jugada, sin dudas, que trasciende el aspecto puramente legal-administrativo de una reclamación comercial y que tiene una clara intencionalidad política: es un paso más de los grandes poderes del Norte –los estadounidenses en principio, pero no sólo esos– tendiente a remover a Hugo Chávez y todo lo que él significa.
Sin dudas los grandes poderes del mundo no se resignan a perder un negocio tan fabuloso como las reservas de oro negro que poseen hoy Venezuela, y en menor medida Irán. Pero esto nos lleva a una reflexión: ¿podemos basar la construcción de una sociedad nueva, realmente alternativa, sólo en la riqueza que nos reportan los dinosaurios muertos con los que se alimenta buena parte del mundo contemporáneo? ¿Puede construirse y sostenerse un socialismo petrolero?
Plantearse esto justo en el momento en que arrecia el ataque del imperio con esta maniobra mediática (y política) de la principal empresa petrolera privada del mundo pudiera parecer extemporáneo. Pero alguna vez tenemos que plantearlo, al menos para tener claro el objetivo de largo plazo. Al igual que la muchacha bonita en el medio de un mundo machista en el que vale sólo por su trasero o por sus pechos, de la misma manera tenemos que plantearnos qué hacemos con el petróleo. No para regalarlo a quienes lo desean contra viento y marea, sino para establecer si viviremos siempre de eso o podremos construir una alternativa distinta. La grandeza de la Unión Soviética, potencia industrial-militar-cultural –y país petrolero también, sin dudas– ¿se basó en la riqueza de su subsuelo? No, definitivamente no. Ello ayudó, pero lejos de ser lo fundamental. Su grandeza no vino de la renta: vino del trabajo. Y la grandeza económica del Japón, segunda economía del mundo, ¿se debió al petróleo? Cuba, sin petróleo –¡y aún sin Unión Soviética que apoyara desde los 90 del siglo pasado!– pudo construir su socialismo con justicia para todos. El petróleo, igual que el oro o la plata en la colonia, o los bananos de los "banana countries" –o los atributos de nuestra mujer del ejemplo– ¿nos ayudan, o pasan a ser nuestra perdición?
Si ahora, ya a nueve años de iniciado el proceso de la Revolución Bolivariana, vemos que nos cuesta tanto avanzar en la consolidación de una nueva ética, en una verdadera ideología socialista que comience a desplazar los valores de la heredada cultura rentista de casi un siglo (¡¡aún no logramos la autosuficiencia alimentaria producto de esta deformación!!), ello debería forzarnos a preguntarnos hasta dónde el disponer de estos atributos –igual que nuestra muchacha del ejemplo– no nos coloca en la dificultad terrible de cómo hacer para dejar de ser la "bonita tonta" o, dicho de otro modo, de poder superar la cultura del rentismo (¿otra forma de "tontera"?).
La maniobra que hoy pone en marcha la Exxon Mobil es artera, sucia, infame. En definitiva, todas las empresas petroleras privadas se mueven así. Y mientras Venezuela siga constituyendo la principal reserva de petróleo del mundo seguirá siendo el trasero y los senos codiciados de la "tonta". Podremos –¡y deberemos!– defender a muerte nuestro petróleo; eso es, en buena medida, la garantía para seguir avanzando en un nuevo modelo de integración continental: el ALBA, y la plataforma hacia nuevos modelos sociales más justos. Pero alguna vez debemos considerar también ese "error de la civilización" que nos condena a ser el botín preciado (así como el machismo condena a la mujer a ser sólo un pedazo de carne atractivo).
¡Defensa a muerte de nuestro petróleo!, sin dudas, que es lo mismo que decir: defensa de nuestra soberanía, pero sabiendo que es imposible construir el socialismo sólo en base a la comercialización de ese "error".
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