Jorge Lara Rivera
Quiere la sabiduría popular como representación fidedigna de la vida social, un baile de máscaras en el que ignoramos quién se esconde bajo cada cuál y en donde es posible construirnos la propia e incluso intercambiarla. Tal vez esa noción sea exacta.
El valor simbólico y terapéutico de las máscaras en sus más variadas formas y funciones (desde la careta al antifaz, pasando por la que envuelve toda la cabeza; y de las rituales, a las mordaces, las que incluyen indumentaria y las de rol adscrito, etc.) ha sido ampliamente estudiado por científicos sociales durante mucho tiempo. El extranjero, la respetabilidad, la tristeza, un dios vivo, la tiranía denostada, un héroe mítico, etc., cabe entre sus múltiples valencias. Así, no hay duda de su valor en determinados momentos de la vida de un individuo ni de su utilidad para preservarnos en la convivencia comunitaria cotidiana. Tampoco se escapa el significado escondido o revelado por ellas, o las consecuencias que el trastocamiento de su uso, más allá de límites razonables, pudiera tener. Entonces suele hablarse de hipocresía, pero alejándose del sentido originario de representación escénica –actoral– de la palabra, fuera de su funcionalidad aceptable; queriendo así significar falta de verismo, carencia de integridad, práctica simuladora y cinismo.
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