Editorial
Hoy, a 70 años de la expropiación petrolera, realizada por el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río con el apoyo contundente del pueblo de México, el estatuto nacional de los hidrocarburos y de la industria correspondiente enfrenta la más grave amenaza en estas siete décadas: en estos días se desarrolla el más sostenido intento de los intereses privatizadores que controlan el poder público por iniciar la transferencia de Petróleos Mexicanos (Pemex) a manos de particulares.
Ciertamente, estos intentos no son nuevos; han formado parte de la agenda de las más recientes administraciones federales: en 1986, el gobierno de Miguel de la Madrid inició la reclasificación de los productos petroquímicos básicos –cuya producción estaba reservada al Estado– en secundarios, los cuales pueden ser fabricados por particulares. Carlos Salinas continúo con el debilitamiento de la industria petroquímica y durante su sexenio, con la promulgación de la Ley Orgánica de Pemex y Organismos Subsidiarios, se concretó la desintegración de la paraestatal en cuatro empresas subsidiarias de carácter descentralizado. Ernesto Zedillo creó los Proyectos de Inversión con impacto Diferido en el Gasto Público (Pidiregas), mediante los cuales Pemex ha adquirido una deuda excesiva con los capitales privados, y Vicente Fox impulsó la llamada “privatización silenciosa” con un esquema de contratos de servicios múltiples diseñado para favorecer a las empresas trasnacionales.
En la actualidad, en vista del repudio generalizado de la sociedad por la eventual desnacionalización de la paraestatal, el grupo gobernante ha adulterado la realidad y, con base en triquiñuelas publicitarias, disfraza el designio privatizador como un intento por sanear y fortalecer a Pemex, e incluso por consolidar el estatuto de propiedad nacional de los hidrocarburos. El tema ha sido presentado a la opinión pública en forma tramposa, y el diagnóstico que se ofrece sobre la realidad actual de la industria petrolera nacional está fundado en falsedades: se afirma que no hay recursos, cuando sí existen, sólo que en vez de invertirse para fortalecer a Pemex se han ido por el agujero de la corrupción, la frivolidad y el dispendio gubernamental; se subraya la importancia de generar “alianzas” con empresas experimentadas en la exploración de yacimientos en aguas profundas, cuando la paraestatal cuenta con recursos propios suficientes, y hasta sobrados para tal efecto, y ni siquiera queda claro si hoy por hoy es indispensable avanzar en ese tipo de explotación.
En su afán de convencer a la opinión pública de la necesidad de acceder a la tecnología de punta por medio de cesiones nunca explícitas, pero que afectarían el dominio nacional de los recursos nacionales y la soberanía misma, el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa ha llegado incluso al chantaje, al afirmar que para dotar a Pemex de los recursos que necesita tendría que retirarlos de otros rubros, como el gasto social, la salud y la educación, como si no fuera posible obtenerlos reduciendo los elevadísimos sueldos de los altos funcionarios públicos, eliminando gastos suntuosos de la administración pública federal y con un ejercicio fiscal eficiente, que grave a los grandes causantes en lugar de ensañarse con los pequeños contribuyentes. Adicionalmente, persiste una campaña sucia de desinformación para denostar a quienes se oponen a la entrega total o parcial de la industria petrolera nacional a las corporaciones trasnacionales.
El grupo que gobierna recurre una vez más –es su signo– a abordar los grandes asuntos nacionales por la puerta trasera, con la ilusión vana de ahorrarse costos políticos: en lugar de actuar de frente y poner sobre la mesa un proyecto de reformas constitucionales, que sin duda sería rechazado por la mayor parte del país, se emprende una campaña propagandística orientada a torcer el sentir de la población, a desinformar y a manipular, con el propósito de crear condiciones mínimas de opinión previas a la privatización que pretende consumarse y que significaría, ni más ni menos, un retroceso de 70 años en la historia nacional. Como un camino alterno a la adulteración de la Carta Magna, los privatizadores podrían intentar modificaciones a la ley secundaria, como las que hicieron posible la participación de corporaciones extranjeras (Mitsubishi, Unión Fenosa, Iberdrola y Electricidad de Francia) en la industria eléctrica nacional.
Así como hace 70 años el país respaldó sin reservas la expropiación decretada por el presidente Cárdenas, hoy en día la sociedad tiene la tarea de movilizarse para cerrar el paso a los designios privatizadores y a cualquier intento de entrega de la industria petrolera a particulares. Lo que está en juego es nada menos que las posibilidades de desarrollo nacional, la soberanía nacional y la viabilidad misma del país.
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