Octavio Rodríguez Araujo
El Partido de la Revolución Democrática no ha encontrado su propia esencia. Sus dirigentes y los que aspiran a ocupar su lugar, más que pensar en su partido y en la función histórica que debería tener, se han enredado en una madeja de trampas y trucos que, al momento de escribir estas líneas, todavía no ha podido resolverse. Los primeros resultados de ese enredijo ya están a la vista. Según la reciente encuesta de Mitofsky sobre las tendencias electorales a 2009, el PRD está en un bajo tercer lugar, más que el Revolucionario Institucional. Si las cosas siguen como están, el partido del sol azteca pasará del segundo lugar que tiene en la Cámara de Diputados a un nivel mucho menos influyente.
Los orteguistas (también conocidos como chuchos) le echan la culpa a López Obrador y los encinistas a los primeros, especialmente por las marrullerías producto de alianzas sospechosas y de ambiciones de grupo en la elección interna del mes pasado. Para los chuchos y los grandes medios de comunicación la culpa de todo lo que está ocurriendo en la izquierda que tenemos es de Andrés Manuel, y la defensa del petróleo para la nación es una necedad del líder para catapultarse hacia 2012, para no perder vigencia entre amplios sectores de la población, para “satisfacer su ego mesiánico”, agregan. Lo acusan de premoderno, de querer regresar el reloj de la historia a los tiempos del nacionalismo revolucionario y del desarrollo nacional, omitiendo que buena parte de la producción masiva de pobres y desamparados en el país se debe, precisamente, a las políticas económicas privatizadoras, neoliberales y tecnocráticas que, muy “modernos”, siguieron los gobernantes enterradores de los antiguos que, bandidos y todo lo que se quiera, mantuvieron un índice de crecimiento económico de 6 por ciento y mayor estabilidad que la existente en la actualidad.
Miopes que son varias de las “personalidades” del PRD, no alcanzan a ver que su partido, sin el líder que no sólo critican, sino que atacan, estaría peor de lo que está. ¿Cuál de ellos se atrevería a competir con la capacidad de convocatoria que tiene López Obrador? ¿Se habrán preguntado qué sería de su partido haciendo política sólo en las altas esferas y sin contacto real y propositivo con el pueblo que dicen representar? ¿De dónde creerán que se obtienen los votos para ganar una presidencia municipal, una gubernatura, una diputación o una senaduría, si no es del pueblo, de amplias franjas de éste? Y, para lograr esos votos, hay que estar con ese pueblo, con los pobres, con los trabajadores que ven peligrar su empleo o que ya lo han perdido, con la gente que simplemente quiere vivir con decoro y no con la incertidumbre de un futuro sin esperanza y con un país que, si fuera por el Partido Acción Nacional y no pocos priístas, ya estaría vendido a los grandes capitales nacionales y extranjeros (a los inversionistas que –dicen en la derecha– tanto necesita México).
No soy defensor de López Obrador, sólo me cae bien y me simpatiza por su incansable lucha por tratar de organizar a millones de personas que carecen de todo, hasta de la suficiente cohesión social para ser tomadas en cuenta. Ver la ecuación es muy sencillo: quítenle al líder, uno de los miembros o variables de la ecuación, y estaremos en presencia de una dispersión social mayor de la que existe y frente a la cual el PRD, como tal, no ha sabido hacer lo que se supone que debería. No digo que el partido no sea importante, pero el líder también. No reconocerlo es caer en la soberbia de quienes se sienten dirigentes y sólo han logrado mover a sus tribus sin una perspectiva de partido, sin buscar en serio salvaguardar su organización política y enriquecerla, desarrollarla.
Los que quieren desconocer al líder, al que le ha dado y le da movimiento a millones de personas, están tratando de poner la historia de su partido bajo el tapete, como una basura que se ve mal y debe esconderse. El PRD, les guste o no, ha sido producto, incluso antes de su fundación, de líderes. Esto no necesariamente es sano para un partido, pues siempre correrá el riesgo de que si el líder cae en popularidad también caiga el partido. Pero que no sea lo que debería de ser no quiere decir que la realidad sea distinta y que haciendo a un lado al líder automáticamente el partido se institucionalizará. El líder, hasta ahora, ha sido la argamasa que ha logrado unir lo que sin ésta estaría no sólo disperso, sino en mayores enfrentamientos estériles. Mal que bien así lo han entendido legisladores perredistas identificados con los chuchos. ¿Si no, para qué se tomaron la foto con AMLO el diputado González Garza y el senador Carlos Navarrete?
No se podrá prescindir de un líder (que diferencio de dirigente) mientras el partido no se reconstruya bajo la única perspectiva válida políticamente: la unidad de todos los militantes y la subordinación de los jefes de tribu al alto objetivo de su partido, que es, y será, afirmarse como el partido de la izquierda que, en los tiempos que corren, parece ser la única opción con cierta viabilidad (cada vez menor). Mientras sigan pensando que su partido es una arena para luchar por hegemonías de grupo y de personas no construirán nada que valga la pena, sino más bien terminarán destruyendo lo que todavía les queda. Luego no se quejen de que no ganan elecciones. ¿Será muy difícil ser humildes y trascenderse a sí mismos por un objetivo mucho mayor que ellos como dirigentes de tribus que no quieren perder privilegios (que, dicho sea de paso, se los da el partido)?
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