Orlando Delgado Selley
El debate sobre el futuro de la industria petrolera empezó hace tiempo. En 1999, cuando se discutía la posibilidad de que la oposición al régimen de partido único pudiera presentar un solo candidato, las posiciones de Cárdenas y Fox respecto a Pemex eran divergentes: fortalecerlo o privatizarlo. Una solución a esta diferencia que permitiera una candidatura única era someter el tema a los electores, es decir, comprometerse a realizar un referendo que determinase la postura gubernamental. La posición de los panistas no ha variado: siguen pensando que Pemex debe privatizarse. Tienen argumentos ideológicos, pero también intereses prácticos.
Pemex se encuentra en un momento crítico. Como bien señala David Ibarra, ha dejado de cumplir con su función estratégica de fomentar el desarrollo nacional, a través de la industrialización, convirtiéndose en una empresa cuyos ingresos han servido para equilibrar las finanzas públicas. Los gobiernos neoliberales usaron a Pemex como sostén presupuestal de un régimen de bajos impuestos. Ello la ha llevado a una crisis que se pretende resolver mediante asociaciones con grandes petroleras privadas que invertirían para explorar y luego extraer crudo, así como en la refinación, a cambio de compartir la renta petrolera.
Esto es privatizar. Eso propone Calderón. Puede mostrarse con facilidad que resolver la situación crítica de Pemex es posible por otras vías: si lo que hace falta es tecnología para explorar y extraer crudo de aguas profundas, pues se compra; si no se cuenta con los recursos fiscales para hacerlo, se puede financiar con créditos pagables con los ingresos nuevos que resultarían del uso de esa tecnología; si la empresa requiere autonomía de gestión administrativa y financiera es posible hacerlo eliminando los candados macroeconómicos a sus decisiones de inversión; si los costos salariales impiden abrir nuevas refinerías, el asunto debe resolverse.
La iniciativa gubernamental, independientemente del tiempo que se discutiera, iba a ser aprobada por la bancada panista y por los diputados priístas necesarios para alcanzar los votos que se requieren. Una decisión de este tipo no necesariamente refleja la opinión social y es discutible que el mandato de los legisladores se los permita. Las cámaras reúnen a representantes electos, diputados y senadores, pero debemos preguntarnos sobre los límites de esa representación ante decisiones que comprometen el futuro de la nación y que no fueron presentadas claramente en el momento de la elección. El gobierno y los legisladores de todos los partidos políticos están obligados a reconocer que no se puede legislar sobre temas de esa relevancia sin consultar expresamente a los electores.
El país está dividido. La contienda electoral de 2006 así lo constató. Las instituciones creadas para terminar el régimen de partido único cumplieron eficientemente su cometido, pero no sirvieron para establecer un sistema político democrático. Frente a un electorado notoriamente polarizado, las tensiones generaron desviaciones que no pudieron ser atajadas por un árbitro parcial. Aunque el perfil de las preferencias electorales pudiera haberse modificado, en buena medida como respuesta ante la actuación de las organizaciones políticas, frente a la privatización de Pemex la polarización se reconstruye acentuadamente.
Soslayar esta situación puede generar complicaciones en el funcionamiento institucional. El linchamiento mediático sólo exacerba esas dificultades. No se trata de un asunto menor: se trata de la fuente mayor de ingresos del Estado. Se trata de una empresa que ha sido fundamental en la vida de la nación y que ha sido llevada deliberadamente a circunstancias críticas. Aprobar la iniciativa sin un mandato expreso de los votantes sería un craso error. Discutir con la mente abierta, ponderar verdaderamente las diversas posibilidades técnicas que llevarían a diferentes medidas de política económica es central. Pero lo es más que la población establezca su mandato. Ello sólo será posible sometiéndolo a referendo.
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