Ángel Guerra Cabrera
A seis años de la contundente derrota del golpe de Estado yanqui-oligárquico del 11 de abril contra el presidente Hugo Chávez, el acontecimiento cobra la mayor relevancia histórica. Más que mera coincidencia cronológica, ocurrió en vísperas del 41 aniversario de la victoria cubana en Playa Girón. Todavía emociona recordar aquel regreso triunfal del líder venezolano en hombros del pueblo que inundó las calles de Caracas hasta desbordarse en Miraflores, fundido de repente en la pantalla del televisor con los fusiles y banderas nacionales levantados en alto por los soldados, que poco antes habían desalojado a los golpistas y recuperado el control del palacio presidencial. No era una emoción cualquiera. Uno sentía en todas las fibras de su ser que una página nueva se abría en la lucha por la independencia de las naciones al sur del río Bravo.
Atrás quedaban la amenaza de una contrarrevolución triunfante con su horrible cuota de sangre y humillaciones para el pueblo venezolano pues, recuérdese, la asonada fue diseñada para estallar a partir de los disparos mortales de los sediciosos contra las filas populares y si no cumplieron sus planes magnicidas se debió únicamente a la negativa de los militares patriotas y constitucionalistas a obedecer la ominosa orden. ¿Qué podía esperarse sino el fascismo de los que en menos de 48 horas abolieron la Constitución y todas las instituciones democráticas?
Más grave aún, una victoria contrarrevolucionaria en Venezuela habría inaugurado una era termidoriana en América Latina y el Caribe, con efectos desastrosos sobre la moral combativa de los movimientos populares y, cabe suponer, modificado la correlación de fuerzas en la región en favor del imperialismo estadunidense e impedido el ascenso de los gobiernos progresistas hoy existentes, incluyendo el de Lula en el gigante suramericano.
En cambio, el fulminante contragolpe de las masas y los soldados venezolanos y la entereza de Chávez en esas horas cruciales, reforzados por la oportuna y audaz actuación internacional de Fidel Castro, transformaron el revés en una brillante victoria de la revolución bolivariana, que la fortaleció, preparándola para enfrentar exitosamente el boicot petrolero y la campaña subversiva-mediática. En América Latina acentuó a partir de entonces la orientación, que ya se percibía, hacia la aparición de nuevos movimientos y gobiernos populares y hacia la quiebra ideológica del neoliberalismo. Los gobiernos y políticos que aún adherían al dogma del mercado ya no se atrevieron a confesarlo abiertamente y cada vez más se vieron obligados a enmascarar con lenguaje patriotero y demagógico su afán de entregar el alma y los bienes nacionales al capital foráneo. Nadie podía imaginar el 13 de abril de 2002 que exactamente seis años después un cura de la teología de la liberación iba a estar a punto de sentarse en la silla ocupada tantos años por Stroessner.
Pero estos avances de la nueva ola de emancipación e integración latinoamericanas chocan con un abarcador y multifacético plan subversivo de Washington y sus aliados en la región, apoyado en una guerra mediática de inédita magnitud. Secesión en Bolivia al borde de la guerra civil, huelga de la oligarquía agraria en Argentina, intento desesperado del imperio y sus fábricas de mentiras por minar la voluntad de unidad continental manifestada por el Grupo de Río ante la agresión yanqui-uribista a Ecuador. El mismo disco acusando a Chávez y Correa de terroristas se repite en la pantalla chica y los periódicos de la SIP desde Alaska a la Patagonia, clonado por sus pares europeos, como El País.
La guerra de la tinta y las ondas electrónicas prepara nuevos zarpazos imperialistas en la zona andina. Para eso están concebidos el Plan Colombia/Patriota y la Seguridad Democrática. La batalla del 11 de abril, afirma Chávez, no ha terminado. Pero todo 11 tiene su 13.
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