Jorge Eugenio Ortiz Gallegos
“Lo que hoy necesitamos es fe, fe verdadera en México… Nuestro sistema político no es perfecto. Sigue teniendo fallas. No ha cumplido todos sus objetivos, porque una cosa es planear en el papel y otra es cumplirlo” (María Lavalle Urbina, El Universal, octubre 1985).
La fe sin obras es una fe muerta, según los textos cristianos, convertidas en oscuridad, negación y mentira cuando no refleja la realidad. “Fe verdadera en México” no puede aparejarse con el “no es perfecto”, con las “fallas”, con el incumplimiento de objetivos, con la planeación estéril “en el papel”.
Una de las características del sistema político mexicano es el autoelogio, es la consonancia repetitiva propia de las oligarquías, de las tiranías, de los monopolios económicos y políticos.
El oficio político se transforma de trabajo al servicio de la comunidad, en permanente sumisión que se deshace en loas, que perpetúa inciensos y justifica errores. Se otorgan entonces las preseas para establecer y continuar un ciclo de laudanza, para que el homenajeado se comprometa a devolver la distinción.
El oficio así desvirtuado conduce a la distorsión de los planteamientos, a que todo se quede en palabras huecas. ¿Quién puede dudar de que la fe es necesaria, ahora y siempre, como virtud en que se cimente el esfuerzo creador, la tarea restauradora, el propósito de perfección?
Pero la fe ciega, sin crítica, sin autoanálisis, sin replanteamientos, es una fe torpe, una aleluya de plazuela, un oficio depreciado en la cadena de los elogios.
El sistema político mexicano no solamente ha tenido fallas, sino que ha desvirtuado los planes y los objetivos. Porque el principal motor de sus acciones sigue siendo la perpetuación en el poder, la maquinación organizada para conservar el control político desde la silla presidencial hasta el último banquillo de un regidor en cada uno de los ayuntamientos del país.
La turbulencia actual no proviene de una simple planeación desacertada, sino de una planeación que busca otros objetivos diferentes del bienestar del pueblo, de la instauración de la democracia, del respeto de los derechos humanos.
“Turbulencia” es la corrupción, es el fraude electoral, son los oscuros dispendios, es la ineptitud para socorrer a los damnificados cuando las bodegas están repletas de ayuda extranjera.
Cuando los acontecimientos provienen de la naturaleza, cuando es el terremoto o el huracán inesperado e incontenible, traen consigo la turbulencia, pero quien la enfrenta puede salir mal o no tan mal librado, según su capacidad de reacción. Escribía Saint Exupery que “el hombre se mide a sí mismo cuando se enfrenta con el obstáculo”.
El sistema político mexicano no ha requerido de siniestros de la naturaleza para fabricar y hacer enormes las turbulencias. Por su antidemocracia, por su corrupción, por su desorganización, el sistema político mexicano ha creado una turbulencia que ya no puede apaciguar.
Por eso el oficio político se alimenta solamente de los elogios mutuos, de las preseas comprometidas y comprometedoras, del enriquecimiento personal.
En 1913, Venustiano Carranza en discurso trascendental declaró lo que resulta hoy más urgente que entonces: “Queramos o no queramos nosotros mismos y opóngase las fuerzas que se opongan, las nuevas ideas sociales tendrán que imponerse en nuestras masas. Y no es sólo repartir las tierras y las riquezas nacionales, ni el Sufragio Efectivo. No es abrir más escuelas, no es igualar y repartir las riquezas nacionales: Es algo más grande y más sagrado, es establecer la justicia, es buscar la igualdad, es la desaparición de los poderosos, para establecer el equilibrio de la conciencia nacional”.
E-mail: jodeortiz@gmail.com
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario