Adolfo Sánchez Rebolledo
La muerte del sindicato o, lo que es lo mismo, su conversión en un dócil instrumento al servicio de la productividad, es el anhelo secular entre los más viejos de la comarca “liberal”. El ejemplo de los sindicatos blancos, estimulados por la comunidad patronal de Monterrey, fue, durante años, una suerte de alternativa frente al oxidado y corrupto sindicalismo “revolucionario”, cuyo peso como una carga inicua se hizo sentir en las ineficientes pero protegidas, y a menudo pulverizadas empresas del desarrollismo nacional. La tentación de contar con sindicatos verticales, pacíficos, más que colaboradores colaboracionistas, sometidos ideológica y laboralmente a las directrices dictadas por los consejos de administración (oligárquicos), siempre estuvo presente en cuanta iniciativa de reforma laboral han concebido los grupos dirigentes.
Unas veces se argumenta, pensando en los números de la economía, como si los salarios de los trabajadores fueran la única variable comprimible y susceptible de bajar sin freno; otras, se alude al peso muerto de los negocios turbios de los líderes como fuente de grandes despilfarros, pero siempre se parte de una petición de principio: que la actividad sindical contradice el espíritu de progreso a cambio de un confortable estancamiento productivo. En el sueño reformador de matriz neoliberal, la contratación colectiva es una camisa de fuerza, lo mismo que el salario mínimo y otras prestaciones dispuestas por la ley.
No se concibe a la organización sindical como un instrumento para la defensa de los derechos concedidos por la Constitución, las leyes y la legislación internacional, es decir, como un derecho fundamental de los trabajadores, sino como una oscura concesión del poder. Véase, por ejemplo, el vía crucis que aún debe recorrerse para obtener la llamada “toma de nota”, que en los hechos otorga el “registro” a las agrupaciones obreras.
La intromisión gubernamental en la gestación y evolución del fenómeno del charrismo, ya sea mediante la fuerza represiva o a través de la injerencia en los asuntos internos de los sindicatos, o ambas, ha sido probada por la historia, si bien nada indica que sea un tema exclusivo del pasado. Sin embargo, la perversión del sindicalismo (hablando del histórico y siempre oficial) es de tal naturaleza que deja insatisfechos a los de “arriba” y a los de abajo, a los trabajadores que padecen sus consecuencias y a ciertos patrones que no pueden “flexibilizar” a modo sus empresas.
Para eludir el “monopolio” sindical, se ha llegado al extremo de los “contratos de protección” mediante los cuales sindicatos fantasmas aseguran a los inversionistas condiciones laborales hechas a la medida. En el imaginario neoliberal, asumido sin reservas por la intelectualidad democrática más conservadora, el sindicato es hoy por hoy el enemigo a vencer, no obstante la palabrería emitida en torno a la transparencia, la legalidad y los derechos humanos.
Y en ello hay un riesgo que debe atajarse a tiempo, pues forma parte de la campaña a favor de una reforma laboral que, en vez de liberar a los trabajadores de los yugos heredados del corporativismo, facilite la anulación de legítimos derechos que todavía están en la ley. Hay que decirlo con toda claridad: el problema no es el SNTE o el sindicato petrolero en tanto organismos creados para defender el interés legal e histórico de sus agremiados, sino el contubernio entre los líderazgos verticales, burocráticos, que acumulan poder a expensas de sus asociados y el grupo gobernante que a través de una red de influencias, concesiones y respaldos mutuos obtiene un “bono de gobernabilidad”, un seguro contra la emergencia de una conciencia social crítica y actuante.
La anunciada alianza entre Elba Esther Gordillo y Eduardo Romero Deschamps es otra vuelta de tuerca en la adaptación del viejo sindicalismo de matriz priísta a las condiciones de la alternancia... sin aceptar el pluralismo democrático en su seno. Ya no basta la palabra presidencial para alinear a los contingentes sindicales a la primera llamada, pero sí procede la negociación cupular con vistas a crear una nueva alianza, una suerte de neocorporativismo que embona como anillo al dedo con las doctrinas de la derecha, codificadas por Salvador Abascal desde sus días al frente de la confederación patronal. A cambio, los líderes sindicales protegen sus parcelas de los embates reformadores y obtienen prebendas políticas.
Felipe Calderón desea tejer una coalición “propia”, capaz de resistir el sunami causado por el intento de hacer las reformas desde arriba, sin escuchar las voces de la sociedad. Pero el intento está condenado al fracaso, pues sobrevuela campos minados montado en una máquina que pierde altura. Si de verdad, el Presidente y los panistas creen haber hecho el gran negocio con Elba Esther y Deschamps, al menos para sacar a flote las reformas educativa y petrolera, están peor de lo que pudiera imaginarse. Pero las cosas son así. Fox no se cansó de hablar de transparencia, aunque se alió al peor sindicalismo (Rodríguez Alcaine) como un verdadero interlocutor. Calderón sigue la misma senda, aunque pida por boca de ganso fiscalización de los recursos sindicales. El problema, hay que decirlo de una vez, no es que los sindicatos intenten “hacer política”, interviniendo en el debate nacional para ofrecer sus propuestas, sino en la sumisión al presidente de turno, en la falta de independencia que caracteriza a tales camarillas, a la carencia de mecanismos democráticos que permitan la expresión de los trabajadores mismos. Más que una alianza para el progreso del país, el gobierno y algunos sindicatos se preparan ya para la contienda electoral de 2009. Y, mientras, el hambre proyecta su sombra sobre el México de siempre.
P.D. La táctica está muy clara: silenciar el debate en el Senado, minimizarlo. Reducir los argumentos a unos bits intrascendentes. Todo está en orden. ¿Hace falta algún tipo de consulta? Todo está claro. El vacío como estrategia.
jueves, junio 05, 2008
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario