Ángel Guerra Cabrera
Ocurrió el insólito acontecimiento que nadie se habría atrevido a asegurar hace seis meses y mucho menos un año atrás, cuando Hillary Rodham Clinton parecía ya la segura candidata del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos. Barak Hussein Obama, mulato de 46 años, hijo de un musulmán keniano y una mujer blanca nacida en Kansas, ha sobrepasado en desigual contienda el número de delegados necesarios para ser postulado a ese puesto, supuestamente predestinado como título nobiliario a su rival, selecta integrante de la elite imperial, quien, por cierto, aún no reconoce la derrota.
El solo hecho, ya imparable al parecer, de que alguien “de color” llegara por primera vez a esa posición en el país de las barras y las estrellas debe ser valorado como un cambio muy significativo y progresista en las actitudes de millones de estadunidenses, mucho más relevante por producirse en medio, o mejor, como rechazo a la ola ultraconservadora, antipopular y belicista sin precedente, instaurada en los ocho largos años de Bush en la Casa Blanca. Cabe recordar que en la república fundada en 1776 por blancos propietarios de esclavos, la famosa frase “todos los hombres son creados iguales” no se refería ni remotamente a los negros. Debió transcurrir casi otro siglo antes de que la guerra civil terminara con la esclavitud, pero no con el racismo ni la discriminación, que continuaron indemnes hasta los años 60 del siglo XX, pero pese a las importantes reformas conquistadas entonces por las resueltas luchas de los afroestadunidenses y los blancos progresistas, aun hoy siguen siendo una grave lacra social y cultural que mantiene en la marginalidad a buena parte de la población de origen africano. No son pocos los blancos que todavía afirman que “jamás” votarían por un negro para el máximo cargo gubernamental.
Pero existen otras razones igualmente sustantivas que hacen de Obama un fenómeno muy interesante y completamente nuevo en la historia política estadunidense. No obstante que el joven, carismático e inteligente político haga parte y sea producto del sistema, datos importantes de su trayectoria y estilo de comunicación lo hacen atípico. Brillante estudiante de derecho en Harvard, en lugar de la comodidad de un renombrado bufete prefirió el activismo por los derechos civiles, que lo impulsó a ganar sucesivamente curules como diputado y senador en la legislatura estatal de Illinois e inmediatamente después en el exclusivo Senado de Washington, donde es el único negro en la actualidad.
Sin embargo, la singularidad de Obama ha sido la capacidad de movilizar a millones de jóvenes, ausentes de la política en las últimas décadas, y hacerlos creer en la posibilidad de lograr un cambio con su participación; el Internet le ha servido para articular grandes redes de apoyo. Renuente a recibir fondos de las corporaciones, gran parte de sus finanzas proceden de multitud de pequeñas contribuciones de sus simpatizantes, hecho asombroso en las campañas electorales de Estados Unidos.
Su agenda doméstica tiene claros tintes sociales, ausentes hace tiempo de la política del país del norte, y censurando los irritantes privilegios fiscales de los ricos, valoriza el trabajo y a los trabajadores como fuente de creación de riqueza. En el plano internacional no se ha comprometido con una retirada total de Irak y su retórica sobre Irán, Palestina, Cuba, Venezuela y América Latina se mantiene dentro de los márgenes del sistema, pero lejos de la agresividad de Bush/McCain y ha ofrecido el diálogo con Raúl Castro, Hugo Chávez y Mahmoud Ahmadinejad.
Estados Unidos no saldrá de su profunda crisis estructural ni del demencial rumbo belicista si no es con cirugía mayor, aunque sea dentro del sistema. Ello exige ante todo desmantelar el bushismo, tarea difícil que llevará tiempo, y Obama es el único que cuenta con el apoyo y la energía social indispensable para hacerlo… si es que lo dejan llegar a la Casa Blanca.
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