Adolfo Sánchez Rebolledo
¿Hasta dónde vamos a llegar? Por desgracia, nadie puede responder a esa pregunta. Las autoridades están maniatadas por la ineficiencia en la actuación contra la delincuencia, pero también por sus propias palabras, por el afán de cambiar la realidad a fuerza de discursos atronadores, sin aceptar que estamos inmersos en una crisis que no solamente se refiere a los cuerpos de seguridad y justicia, es decir, a las instituciones de las que tanto se habla en estos días, sino de algo mucho más profundo y sustancial porque afecta las relaciones de convivencia, la trama fina del tejido social y se refiere al sentido mismo de la vida en sociedad en este México de principios de siglo.
La tragedia introducida por el narcotráfico en la vida de los barrios y las comunidades no sólo se refiere a los problemas derivados del consumo cada vez masivo de drogas, cuya ilegalización las convierte en fabulosas mercancías; o en la formación de verdaderos ejércitos de expendedores, sicarios y servidores de las mafias donde se funde la energía juvenil con la mala sangre del lumpen ex militar, ex policiaco, toda esa escoria al servicio del gran negocio global administrado a la manera de otras exitosas corporaciones. Años de complacencia y complicidad entre las fuerzas del Estado (o al menos, de importantes sectores de ellas) y los emergentes emporios del crimen, basados en ideas erróneas acerca de las supuestas peculiaridades idiosincráticas (familia y religión) que protegían a México de la caída en el consumo, concedieron ventajas a una criminalidad en ascenso cuya fuerza se multiplica justo porque sabe moverse y aprovechar, gracias a la corrupción, los espacios “institucionales”, la impunidad reinante.
Si la figura deleznable del narcotraficante consiguió convertirse en objeto de admiración en buena parte ello fue posible en la medida que la contraparte carece de legitimidad. Solamente en una sociedad brutalmente desigual y polarizada, carente de reglas y normas universalmente aceptadas, es posible que la ostentación de la riqueza (mal adquirida) se convierta en el signo imitable del éxito personal.
Sin embargo, la guerra contra el narcotráfico en el sentido literal del término es en realidad un doble enfrentamiento: el que se produce entre las fuerzas de seguridad del Estado y el que simultáneamente ocurre entre las diversas bandas que operan el territorio nacional.
Es en ese contexto, escasamente visualizado por la estrategia general puesta en marcha, que la violencia extrema adquiere el terrible significado que ahora tiene: además de ser el medio para enviar oprobiosos mensajes se transforma en el sello de identidad de un modus operandi del que se ha erradicado cualquier consideración basada en el respeto a la vida humana. La barbarie se instaura al convertir la vida humana en simple moneda de cambio para obtener beneficios espurios. Se mutila o se asesina a sangre fría; se decapitan o se ejecutan con crueldad inimaginable personas atadas de pies y manos: la degradación no tiene límites. Municipios y ciudades son dominadas por estos grupos, de tal manera que imponen su propia ley, desplazando al Estado. Al llegar el ejército huyen; cuando sale regresan, en esa suerte de guerrilla que toma como rehenes a comunidades enteras. La “desestabilización” se traduce en el orden impuesto por las mafias a golpe de asesinatos que así rechazan los intentos de depuración.
El gran cambio introducido en este terrible panorama por los atentados de Morelia es la utilización de la violencia indiscriminada contra la población civil como un medio para despertar el terror. Es ésta, insisto, una forma de barbarie que amenaza al cuerpo social entero. Aquí no se buscaba matar a un personaje en particular, sino crear ese estado generalizado de temor e indefensión que anula o paraliza a las sociedades. Y vaya que lo han conseguido. Detrás de la locura enfermiza, (sólo lo sabremos cuando la investigación avance) hay una lógica perversa que no se puede menospreciar. Pero en este punto la sociedad no puede dejar de exigir cuentas claras y expeditas y la justa aplicación de la ley. No más pero no menos. La tentación de la “mano dura” está presente en muchas voces que claman por la pena de muerte y la suspensión de las garantías individuales, pero esta falsa solución lejos de erradicar las causas de la violencia criminal introduciría nuevos riesgos en la convivencia ordinaria de los mexicanos.
La Presidencia de la República esta obligada a informar con verismo sobre los hechos, sin confundir a la opinión pública con falsas apreciaciones. Es imposible aceptar, por ejemplo, que los criminales sean considerados “los nuevos traidores a la patria”, en aras de la economía de argumentos. Seguramente, la patria les trae sin cuidado a quienes lanzan una granada en medio de la gente, pero el Estado no se puede permitir el lujo de clasificar a los delincuentes según el dictado de las emociones de los gobernantes, menos aun cuando se insinúa que son los conflictos políticos una de las causas de la división nacional. Ése es un camino peligroso, por cuanto remite a cierta interpretación de la “unidad nacional” que la historia reciente enterró por autoritaria y excluyente. No es ésa, por cierto, la unidad que hace falta para que las instituciones sean vistas como la fortaleza de la convivencia segura y democrática.
¿Cuánta más descomposición social es necesaria para reconocer que México requiere de cambios mucho más profundos que los que hemos vivido años atrás?
Pretender que el tema de la inseguridad es fundamentalmente una cuestión de recursos, presupone conceder que en todo los demás las cosas no marchan tan mal. Pero ésa es, justamente, la cuestión. La deshumanización a la que alude Monsiváis no tiene retorno sin un esfuerzo a fondo por revertir el retraso educativo, el desempleo y la ausencia de esperanzas que el individualismo fortalece.
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