Bitácora Republicana
Por Porfirio Muñoz Ledo
Asistí anteayer en la Universidad Nacional a un Foro sobre seguridad colectiva. Interesa a los estudiosos nuestra experiencia en las Naciones Unidas y les inquietan las condiciones de nuestra inminente participación en el Consejo. No aciertan a descifrar cómo, de nuestra densa oscuridad interior, pueda surgir un candil que ilumine al planeta.
La contradicción es patente: mientras el gobierno proclama respecto de nuestra candidatura que México se propone “fomentar el concepto multidimensional de seguridad, desde una perspectiva de prevención del conflicto”; en lo interno reduce el problema a un enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad pública y los delincuentes, con la derrota garantizada por la complicidad de los funcionarios.
En el escenario mundial, la cancillería considera indisolublemente conectadas: “amenazas como el terrorismo y el crimen transnacional” con “la pobreza extrema, el deterioro ambiental y la violación de los derechos humanos”. En el ámbito interno, la autoridad desvincula ostensiblemente la inseguridad pública de sus raíces y suplanta la reconstrucción del Estado, el combate a la desigualdad y la vigencia del derecho por el llamado a las armas.
Semejante simplificación contraría todo concepto contemporáneo de seguridad nacional y la práctica de los Estados que la garantizan. Sería impensable que una gran potencia descuidara su seguridad energética, alimentaria o industrial, e incluso su reproducción científica y tecnológica, que le permiten afrontar los conflictos. La periferia se acoge en cambio a la frágil trinchera de las balas, en ausencia de fortaleza institucional, solvencia económica y desarrollo humano.
Lo sabemos de antiguo: lo que es bueno para las metrópolis no lo es para las colonias. Pero lo que es válido para el discurso internacional debiera serlo para la política doméstica. Salvo que hayan decidido, también en lo externo, alinearse en el bando de la fuerza y quebrantar penosamente una noble tradición, fundada en “una política autónoma, acorde con nuestros intereses y principios”.
Las posiciones de México en el Consejo se alimentaron de una militancia independiente por la autodeterminación de los pueblos, la justicia económica internacional, la vigencia del derecho de la gente y el establecimiento de una paz durable. Sería oportuno el análisis de nuestras participaciones en el tiempo de Luis Padilla Nervo (1946), en el mío (1980-1981) y en el de Adolfo Aguilar Zínzer (2002-2003).
La firmeza con que defendimos los derechos de otros pueblos contra la agresión extendió redes de alianzas que respaldaban los objetivos de las naciones débiles. La clave invariable de la actuación mexicana fue el vínculo entre soberanía política, desarrollo económico y seguridad internacional. Rechazamos que las potencias dominantes impusieran versiones reeditadas de la “Pax romana”: la estabilidad mundial como reflejo de sus propios intereses.
La contribución de México a una visión integral de la seguridad es invaluable. Sostuvimos que la garantía de la libertad e integridad de los ciudadanos exige la expansión del Estado de Derecho y que éste depende de la calidad de las instituciones y la cohesión social, en condiciones equitativas de convivencia internacional. La seguridad es inalcanzable, decía Gustavo Iruegas, ahí donde rigen “gobiernos mansos y maleables, cuyo poder descansa en la facilitación de proyectos ajenos”.
La intervención de Felipe Calderón en la Asamblea General es un modelo de vaciedad conceptual. Se adhiere sin reservas a una versión del terrorismo -“cualesquiera que sean sus justificaciones o motivos ideológicos”- desprendida de los efectos depredadores de tres decenios de desigualdad, reversión de valores públicos, dilución de fronteras nacionales y adelgazamiento de los Estados de la periferia.
La oferta que formula en el umbral de nuestro ingreso al Consejo resulta inverosímil: “nos esforzaremos en reconstruir sociedades e instituciones desgarradas por las guerras”. Cuando su gobierno se opone ferozmente a cualquier reforma significativa del Estado mexicano, comenzando por la jerarquía constitucional de los Tratados de derechos humanos.
Es tarde para declinar nuestra aspiración en el Consejo. No así para procurar, mediante la renovación de los poderes públicos, una representación nacional digna del bicentenario.
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