Por Lydia Cacho
23 abril 2009
Luego de una charla en Londres sobre el impacto de la guerra en la vida de las mujeres en México, se me acercó una joven compatriota de 19 años.
Sus ojos al borde de las lágrimas expresaban algo muy distinto a lo que decían sus palabras. Ella y sus amigos vinieron becados a Inglaterra en busca de respuestas, pero igual la soledad les arrebata el alma y se preguntan: ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Vale la pena? ¿Y qué significa el futuro en México?
Llegaron sus amigos y decidimos ir a un café. Me encontré emocionada ante sus reflexiones, inteligentes, creativas, llenas de pasión y, sin embargo, inundadas de miedo, de incredulidad en el futuro, en la vida y el sentido que buscan sin encontrar. Recordé a los estudiantes mexicanos con quienes hablé hace un año en Los Ángeles. Alfonso, de 21 años, dejó la carrera de Economía porque cada vez que leía los periódicos mexicanos no podía más que llorar; su madre le consiguió inútilmente un terapeuta.
Recordé los años 70, cuando era niña, en el Distrito Federal. Mi madre, sicóloga, trabajaba con los adolescentes callejeros que vivían los ecos de Tlaltelolco, de la represión y la desesperanza. Sabían y entendían mucho más de lo que sus madres creían. Los medios de entonces mostraban el México que ordenaba Echeverría, pero se respiraba la incertidumbre. Algunos fumaban mariguana, otros simplemente no creían en los adultos y tiraron sus sueños a la basura.
Mi madre decía que los discursos no educan, la necesidad transforma y la esperanza se construye, así que organizó a varios grupos de chavos que ahora llaman “banda” para educar a niños en las ciudades perdidas.
Cuando mi madre murió, a su entierro llegaron un par de profesores universitarios.
Me contaron que mi madre les dijo a los 16 años, cuando eran “motorolos”, que si creían que los adultos eran una porquería y que el país se desmoronaba, se fueran a enseñar a las nuevas generaciones a inventar un país diferente. Y lo hicieron. Enseñaron a leer y escribir a una veintena de niñas y niños que vivían en los basureros. No cambiaron al país, pero tocaron las vidas de otros, eso le dio sentido a la suya propia. Tal vez allí está el secreto, al menos eso espero.
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